No veo las carreras de
fórmula 1. En la época de Fernando Alonso vi alguna, aunque sin entusiasmo. No
aprecio la velocidad de las máquinas ni su contraparte, la exasperante lentitud
del golf, aunque haya humanos de por medio, sus cuerpos colonizados por la
chatarrería publicitaria me echan para atrás. Pero se puede hacer una buena
película de cualquier cosa. F1 lo es, de algún modo, una alegoría del agonismo
humano, el hombre contra la máquina y contra sí mismo para sobrevivir en un
mundo competitivo. Hay suspense, hay emoción, incluso una breve historia de
amor.
Como todo está asociado a
la velocidad, el montaje es frenético, salvo pequeñas pausas antes de la vuelta
a la aceleración, incluso las emociones humanas están contenidas más que en una
frase en un gesto, en una mueca o en un giro corporal. Y luego está el héroe
que se toma la vida por montera, con las partes justas de individualismo y compañerismo,
más la moral íntegra del héroe, aquel que cada uno de nosotros piensa que es.
Idealismo impuro. Otra de esas películas para las ardes tontas de las navidades.

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