jueves, 20 de noviembre de 2025

Química del amor

 





No conocemos a la persona de la que nos hemos enamorado, sino hasta que ha pasado el tiempo, y aún así (¿Acaso nos conocemos a nosotros mismos?). Nuestra mente busca patrones en las formas, en los sonidos, los olores o en el tacto, con los sentidos en general. Y en las personas: nos fijamos en las que mejor se adaptan a los patrones preconcebidos. En paralelo, cuando iniciamos una relación, incluso mucho antes, se pone en marcha la química cerebral: adrenalina, endorfinas, las hormonas sexuales, las sustancias que nos hacen bullir como un horno.


Para que se mantenga el estado eufórico en que hemos entrado dejamos de atender a las señales negativas. No damos crédito a quien nos advierte, incluso si la persona amada nos cuenta cosas que no nos gustan las damos por no oídas o como rasgos de una personalidad original. Al revés pasa lo mismo. Deslizamos ideas, historias de nuestro pasado para que la persona amada vea que somos seres complejos, interesantes, pero que lo que nos ocurrió en el pasado, con ella no nos pasará. En ese estado casi todo es admisible. Todo es perdonado o comprendido porque solo esta es la relación verdadera.


Pero los neurotransmisores - (la fábrica química del amor: dopamina, serotonina, oxitocina) va disminuyendo su intensidad. Cuando se disipa el húmedo y cálido vapor que nos envuelve vemos la humanidad del ser angelical al que nos hemos entregado. Pueden suceder dos cosas, que se produzca una abrupta ruptura por una de las partes: hay otra persona que estimula mejor nuestro fuego interior - lo reaviva o lo mantiene vivo- o comenzamos a ver defectos con los que, creemos, no podremos convivir.


Cuando la separación se alarga en el tiempo, puede que se produzca el reverso del enamoramiento: magnificamos los defectos del ser angelical. Dudamos de las historias que nos contaba para verla en negativo. Lo que nos parecía gracioso y original, ahora nos resulta aberrante. Prestamos oído a quien nos advertía, pero tan irreales eran las virtudes con que lo adornábamos como los defectos con que ahora lo desvestimos.


La mayor parte de las historias de amor acaban mal. El enamorado despechado toma la ruptura como la caída por un acantilado (aunque si pudiese arrojaría a su antiguo amor por él). Blanco y negro, los matices desaparecen. Obcecados, los enamorados piensan en su mala suerte, en haber topado con una mala persona llena de los peores defectos que se puedan ventilar en público. Pero no cejan, confían que la próxima vez encontrarán al ser perfecto con quien vivirán una eternidad feliz.


Hay otra opción que desgraciadamente se tarda en ver. El amor adulto. No todas las parejas se forman desde el enamoramiento, aunque quizá la mayoría sí. Cuando la fábrica del amor va quemando su combustible y se comienza a ver a la persona amada bajo otros ojos, cabe la posibilidad de ir aceptándola tal como es. Un ser humano defectuoso como todos lo somos, con defectos físicos y morales: no era tan guapo, ni tan simpático, demasiado joven o viejo, con ideas y gustos tan diferentes de los míos. Podemos llegar a una entente, un compromiso. Muchos lo consiguen y no puedo más que felicitarlos.


El amor atañe a la intimidad, no es un asunto que se deba dirimir en público, no es mundano sino íntimo. No va de justicia o equidad, en el amor no hay juicio ni perdón, si fuese así nos entregaríamos a las patologías: el amor como enfermedad, aunque algo de eso hay. Dos personas se entrelazan sin atender a la igualdad, más bien al contrario, se funda en la aceptación desigual de virtudes y vicios. Es narcisista: amo en el otro el amor que deseo, por eso no se puede juzgar. Amo al otro porque espero, confío y creo que él también me ama (vasopresina). Sobre ese vínculo se construye la continuidad, el amor adulto.


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