"Yo no hablo de venganzas ni de
perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón". Borges
¿Miramos o la mirada nos lleva? La mirada resbala hasta que
vemos un objeto que nos perturba. Frente al imperio de la mirada, intrigada,
atemorizada y distante, que quiere apropiarse de lo que mira, y al idealizarlo
- especialmente el objeto amoroso - queda atrapada, esclavizada por él, el
tacto nos conduce a la intimidad. 
Con los dedos y los labios, recorremos la piel de la persona
amada, descubrimos el continente de su cuerpo, las crestas, los sistemas
montañosos, los golfos, las hondonadas, las islas, los ríos que lo riegan de
punta a punta, la geografía, captamos el calor y la humedad, la textura y
densidad, lo absorbemos, antes de intercambiar los fluidos del beso y penetrar
para hacer de dos un cuerpo. ¿No es la piel nuestro órgano más importante?
El mirón es el esclavo del embrujo, el tacto nos libera de
las ilusiones, la lengua escarba para tocar la fibra de la intimidad.
Intimidad, traspasar la barrera, acceder, entregarse.
Guardamos celosamente lo que nos distingue, lo que nos hace
únicos. Cuando abrimos la puerta al amado compartimos con él nuestro cuerpo, el
reducto de nuestra mismidad. Soy todo tuyo, toda tuya soy, haz de mí lo que
quieras, que tu cuerpo se confunda con el mío. 
La intimidad expande los límites del cuerpo, una burbuja que
nos protege de la radioactividad del mundo. 
Pero no hay espacio sin tiempo, cuerpo sin descomposición,
gusto sin hedor, mirón que no descubra un embrujo más poderoso. Es doloroso
deshacer el entramado de los cuerpos, volver a la árida intimidad del propio yo.
Como la vida, se escapa también la sustancia del amor. La plenitud vive en el
instante: la conquista y la ofrenda del cuerpo propio; por eso no hay mayor
violación que asaltarlo. Por eso el amante cuando es abandonado de siente
traicionado, traicionada su intimidad aquello que le constituye, su profundidad.
Solo podemos llamar amor a la entrega intemporal de los cuerpos. 
No nos conformamos y lo extendemos en el tiempo y, como el
mirón atrapado en el embrujo, tejemos una red de dependencias mentales con la
ilusión de posesión y permanencia. Lo llamamos amor, pero ya es otra cosa: lo
que cuesta deshacer.
El tacto es el lenguaje del cuerpo, sin él los cuerpos se
desanudan y el amor cae y se hace añicos o queda como un remanente, una idea
sin cuerpo, la rutina que prolonga la vida cuando ya no hay aroma, sudor y
grasa. Las cosas que se dicen cuando falta distancia.
No es culpa del tacto, que permanece en el instante eterno,
el dolor de la pérdida sino de las vaporosas promesas del amor. Se cometen los
peores crímenes de la carne y del espíritu cuando no hay olvido. Solo el olvido
restaura, libera al cuerpo atrapado en el instante. Así puede de nuevo comenzar
el ciclo de la mirada curiosa que busca yacer con otro cuerpo hasta que se
acabe el tiempo. El olvido sanador.

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