“Por supuesto qué te recordaré,
hombre extraño”. El polaco. J. M. Coetzee
Vivíamos en ciudades distintas. No es la primera vez que me
ocurre. Tiene sus ventajas. Durante el año y medio que duró nuestra aventura
nos vimos en otras ciudades, en playas y en pueblos de montaña. Hicimos viajes
fuera de España. Alguna vez quedamos en Madrid para ver teatro, exposiciones y
música. Hicimos rutas de monte y viajes maravillosos, el de Sicilia el más
feliz de todos.
No hubo un solo día que no hablásemos por teléfono. A veces
dos. Largas conversaciones en que hablábamos de todo. Una maravillosa prueba si
no de amor, de amistad. Una terapia fabulosa para quien la necesite. También
había fotos y notas de wuasap.
En los comienzos nuestras charlas en vivo comenzaban con un
'qué raro' que significaba algo así como 'qué raro que estemos los dos juntos
aquí', sin embargo, disfrutamos en todos los sentidos de la compañía, de la
conversación, de la cama.
Hubo algún choque, quizá dos o tres, nada que no se pudiese
reparar. Estábamos en las antípodas políticas, aunque quizá no tanto, porque
coincidíamos en lo esencial pero no en el color de lo papeleta del voto.
Quizá la principal diferencia era de otro orden. Mi guía
vital es la primera frase de la Metafísica de Aristóteles. Para ella, la
reunión familiar. No se perdía el cumpleaños del más alejado de sus primos.
Intelecto y sentimientos. Ambos lo reconocíamos así.
Por supuesto, había otras diferencias que solo un observador
externo podría calibrar.
La intuición o el instinto me iban advirtiendo. Así que, de
algún modo, el último día yo le invité a que expresase lo que latía en el fondo
de su corazón. No hubo frases claras, taxativas, pero los dos sabíamos de qué
estábamos hablando.
Así que como el ministro que corta con las tijeras la cinta
que separa el mundo viejo del prometedor, aunque quizá aquí sea al revés,
dejamos atrás la hermosa aventura vivida en común. Ya no hubo más wuasaps ni
conversaciones telefónicas.
Así que cuando nos dimos el último beso, ella hacia la
estación de Campo Grande y yo al coche, como en la teoría del físico Hugh
Everett III, el universo se bifurcó. Quizá hay un universo en el que ella y yo
seguimos juntos y otro en el que ella va hacia su familia y emociones nuevas y
yo hacia mi modesta pero insaciable sed aristotélica.
Se lo dije alguna vez, la primera quizá bajo aquel puente de
Fuentidueña, un soleado día de finales de mayo, cuando mi cabeza reposaba sobre
su seno: lo que nos ocurría era un don. Cualquier encuentro íntimo con otro es
un don. El inicio de una felicidad que solo podemos medir cuando nos
falta.
Un chirimiri discontinuo cae sobre la ciudad. Las nubes que
se desplazan hacia el norte ocultan las sierras y apagan los colores del otoño.
Desde el alto, a lo lejos, contemplo la dinámica de los camiones en la
autopista, la estática de la ciudad con algunas chimeneas humeantes,
innecesarias todavía creo yo, y allá, antes de las ocultas sierras, el ancla
secular de la Cartuja. El confuso ruido de una alarma, una sirena y el fondo
opaco de los vehículos de combustión no lo puedo transcribir. Al adentrarme en
el bosque, mi bosque, el distinguible canto de los pájaros me consuela.
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