martes, 21 de octubre de 2025

Gratitud

 


 

Por supuesto qué te recordaré, hombre extraño”. El polaco. J. M. Coetzee

 

Vivíamos en ciudades distintas. No es la primera vez que me ocurre. Tiene sus ventajas. Durante el año y medio que duró nuestra aventura nos vimos en otras ciudades, en playas y en pueblos de montaña. Hicimos viajes fuera de España. Alguna vez quedamos en Madrid para ver teatro, exposiciones y música. Hicimos rutas de monte y viajes maravillosos, el de Sicilia el más feliz de todos. 

 

No hubo un solo día que no hablásemos por teléfono. A veces dos. Largas conversaciones en que hablábamos de todo. Una maravillosa prueba si no de amor, de amistad. Una terapia fabulosa para quien la necesite. También había fotos y notas de wuasap.

 

En los comienzos nuestras charlas en vivo comenzaban con un 'qué raro' que significaba algo así como 'qué raro que estemos los dos juntos aquí', sin embargo, disfrutamos en todos los sentidos de la compañía, de la conversación, de la cama.

 

Hubo algún choque, quizá dos o tres, nada que no se pudiese reparar. Estábamos en las antípodas políticas, aunque quizá no tanto, porque coincidíamos en lo esencial pero no en el color de lo papeleta del voto. 

 

Quizá la principal diferencia era de otro orden. Mi guía vital es la primera frase de la Metafísica de Aristóteles. Para ella, la reunión familiar. No se perdía el cumpleaños del más alejado de sus primos. Intelecto y sentimientos. Ambos lo reconocíamos así.

 

Por supuesto, había otras diferencias que solo un observador externo podría calibrar.

 

La intuición o el instinto me iban advirtiendo. Así que, de algún modo, el último día yo le invité a que expresase lo que latía en el fondo de su corazón. No hubo frases claras, taxativas, pero los dos sabíamos de qué estábamos hablando. 

 

Así que como el ministro que corta con las tijeras la cinta que separa el mundo viejo del prometedor, aunque quizá aquí sea al revés, dejamos atrás la hermosa aventura vivida en común. Ya no hubo más wuasaps ni conversaciones telefónicas.

 

Así que cuando nos dimos el último beso, ella hacia la estación de Campo Grande y yo al coche, como en la teoría del físico Hugh Everett III, el universo se bifurcó. Quizá hay un universo en el que ella y yo seguimos juntos y otro en el que ella va hacia su familia y emociones nuevas y yo hacia mi modesta pero insaciable sed aristotélica.

 

Se lo dije alguna vez, la primera quizá bajo aquel puente de Fuentidueña, un soleado día de finales de mayo, cuando mi cabeza reposaba sobre su seno: lo que nos ocurría era un don. Cualquier encuentro íntimo con otro es un don. El inicio de una felicidad que solo podemos medir cuando nos falta. 

 

Un chirimiri discontinuo cae sobre la ciudad. Las nubes que se desplazan hacia el norte ocultan las sierras y apagan los colores del otoño. Desde el alto, a lo lejos, contemplo la dinámica de los camiones en la autopista, la estática de la ciudad con algunas chimeneas humeantes, innecesarias todavía creo yo, y allá, antes de las ocultas sierras, el ancla secular de la Cartuja. El confuso ruido de una alarma, una sirena y el fondo opaco de los vehículos de combustión no lo puedo transcribir. Al adentrarme en el bosque, mi bosque, el distinguible canto de los pájaros me consuela.

 


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