26⁰ a las seis de la mañana. Una bocanada de viento viene y se va en un instante. La luna resbala sobre los edificios de enfrente, hasta perderse en el abismo de la noche. Mindelo, que hace un instante estaba quieta, como la luna prendida del cielo, se agita espasmódica: gente vehículos pájaros ladridos palomas voces, hasta que se hace la luz y el día comienza.
Un ferry nos traslada de Sao Vicente a Sao Antao, la isla más grande del archipiélago y de más interés para senderistas. El mar espumante rompe contra las rocas que alguna vez emergieron del fondo del océano.
Tiempo para admirar las maravillas a las que da forma la naturaleza: la roca volcánica del archipiélago, la composición tan sencilla de dos partes de hidrógeno con una de oxígeno que llena la vastedad del océano y que se repite en otros planetas y satélites, que me salpica mientras observo, que riza en forma de brisa el amanecer, que cuelga sobre los picos de sierra de estas islas jóvenes, pero que hoy todavía no es agua dulce que caída del cielo abastezca a estas islas sedientos.
El colorista caserío de Porto Novo, primera estación de Sao Antao, contrasta con el casi uniforme color terroso de la montaña volcánica por la que hemos de ascender, 1500 m de empinada ladera por encima del nivel del mar, hasta el cráter de Cova.
Nos detenemos de vez en cuando para ver las características del abrupto paisaje volcánico. El paisaje enrojece por el material, rocas sueltas de basalto y cuarcita, el gris tirando a blanco de la puzolana, tan porosa y de sorprendente poco peso y, sin embargo, utilizada para cementar. El paisaje se completa con la acacia, el único árbol presente en todas estas islas, que prende en condiciones difíciles, y que permite el asentamiento de cabras, cabras sueltas que al atardecer bajan a determinados puntos donde las espera el cabrero para liberarlas de las pesadas ubres a cambio de un poco de maíz.
Asomados en lo más alto a la otra vertiente, se produce el milagro del verdor. Primero en la caldera del antiguo volcán, pequeñas parcelas feraces con todo tipo de frutales y verduras - los campesinos tienen el usufructo pero no la propiedad por cuestiones de protección-, y más allá en la ladera que da al noreste, en dirección al mar, el Valle de Paul, igualmente feraz.
Bajamos con cuidado por un camino de fuerte desnivel, en su mayor parte empedrado, hasta un restaurante familiar: atún y pollo con arroz y algo de verdura. Después en una destilería familiar aprendemos cómo se hace la bebida propia de Cabo Verde, el grogue, un aguardiente local destilado de caña de azúcar. Se consume puro o mezclado con miel o limón.
Llegamos a Punta de Sol, a tiempo para ver el descenso cotidiano del astro a los infiernos. Mil fotos hemos hecho sobre su descendimiento, con barcas varadas en primer plano y jóvenes que lanzan sus anzuelos sin caña para sacar peces de buena estampa. El mar entrega tan fácilmente sus frutos por estos pagos que no necesitan adentrarse en él. Dentro, en el hotel, la atmósfera se convierte en humedad pegajosa en los espacios donde no llega el aire acondicionado. En la cena atún y pollo otra vez
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