En 1933 el espíritu alemán se
desangraba en las calles, comenzaba una época de horror que duraría hasta 1945.
Einstein, al no regresar de uno de sus viajes, fue despojado de la ciudadanía
alemana. David Hilbert, cuando se le preguntó si el instituto de matemáticas de
Gotinga que dirigía estaba sufriendo por haber perdido a todos sus judíos y
filojudíos, respondió con sequedad: "Qué va. El instituto ha muerto".
Mientras en Viena los ecos
nacionalsocialistas llegaban en forma de revueltas callejeras, el matemático
Karl Menger, del Círculo de Viena, se preguntaba si era posible fundamentar los
valores de un modo científicamente válido. Rudolf Carnap era de la opinión de
que estos carecían de un significado cognitivo en virtud de un criterio
empirista del significado. Wittgenstein proclamaba que en el mundo no hay valor
y, en caso de que lo hubiera, no tendría en sí ningún valor.
Los problemas sociopolíticos y
las cuestiones de ética se imponían a todo el mundo a diario. Las calles
ardían, las clases fueron suspendidas. Un año después se produjo un golpe de
estado y el asesinato del canciller Dollfus. Entonces Menger intentó
desarrollar una ética libre de valores, una ética formal por encima de las
discrepancias políticas. ¿Puede haber una respuesta desde el pensamiento
exacto? Como matemático pensaba que podía ayudar a crear una ética de esa
clase. Kant había buscado algo parecido con una ética formalizada basada en la
razón pura, el problema, según Menger era que el imperativo categórico kantiano
(Actúa de tal forma que el principio de tu acción pueda ser elevado a ley
universal, sin estar condicionado a ningún fin o deseo particular) no tenía
en cuenta la diversidad de puntos de vista de una sociedad. ¿Qué sucede con
aquellos a los que su voluntad les pide otras leyes distintas? Un imperativo es
una orden, pero ¿quién da esa orden?, se preguntaba Moritz Schlick. El 'deber'
es quien lo ordena, decía Kant. ¿No será el del deber otro nombre con el
que llamar a Dios? ¿Pero Dios no ha muerto? Y ¿por qué deberíamos obedecer
ninguna orden? Autodisciplina, respondía Kant. El hermoso y sublime
instinto moral, replicaba Schlick, siguiendo a Nietzsche. Los valores
morales absolutos no existen, el único modo de concebir un principio moral es
tomarlo como parte intrínseca de la naturaleza humana. La moralidad forma parte
del instinto social de cada individuo y se halla arraigada en las experiencias
universales del placer y el dolor, la dicha y el sufrimiento. La moral, decía
Schlick, no viene vestida de monja, al contrario, la conducta moral emana del
placer y del dolor.
Los filósofos tradicionales
cuando pensaban sobre ética buscaban: Definir el concepto de modalidad, entender la esencia de la bondad y hacer una lista de deberes. Karl Menger,
por el contrario, quería hacer compatibles formalmente distintas normas morales
o legales, evitando hablar de valores. Dicho de otro modo, cómo aplicar el
principio de tolerancia en una sociedad de intolerantes.
Menger se aplicó en formular
principios éticos de manera axiomática y lógica: reglas universales para la
conducta similares a las leyes en matemáticas. Menger proponía que las normas
éticas pueden ser construidas con rigor formal, con independencia de las
circunstancias históricas o culturales, de ese modo los problemas morales
pueden ser tratados como teoremas, partiendo de axiomas básicos sobre el valor
y la acción moral, premisas simples de las que se pueden deducir todas las normas
morales. Por ejemplo, “Si una acción es universalmente deseada por todos los
individuos racionales en igualdad de circunstancias, esa acción es moralmente
justa”.
Una de las derivadas de la aspiración de Menger de encontrar un modo formal de estudiar la ética es la teoría de juegos aplicada a la ética. Cómo abordar con exactitud cuestiones como el reparto justo o el uso de recompensas y castigos, y conceptos como el interés propio y el del bien común. "Solo en el juego podemos llegar a entender el sentido de la vida", sostenía Schlick. En el juego se liberan nuestros actos del sentido de necesidad.
Esto lo explica con erudición, facilidad y amenidad Karl Sigmund en El Sueño del Círculo de Viena.
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