En
1895 tuvo lugar un debate público que pasó a formar parte de la leyenda en la
historia de la ciencia. Dos físicos que ocuparon cátedra en la facultad de
filosofía, Ludwig Boltzmann y Ernst Mach,
discutieron en una sala de la Academia de Ciencias de Viena sobre la existencia
del átomo. Boltzmann defendía su realidad física, mientras Mach sostenía una
visión fenomenista y escéptica sobre entidades no observables: serían objetos
mentales como el concepto de punto. En algo, sin embargo, estaban ambos de
acuerdo, su desconfianza hacia la metafísica. Mach, a favor de una economía del
pensamiento, desacreditaba 'la cosa en sí’ kantiana, el noúmeno, abstracción
superflua sin conexión alguna con nuestros órganos sensoriales. Solo hay
impresiones sensoriales momentáneas, que vemos en patrones (objetos) a los que damos
nombre. La naturaleza se disuelve en simples manojos de sensaciones, defendía. Por
su parte, Boltzmann comparaba la metafísica con las migrañas y se espanta ante
los escritos de Hegel y Schopenhauer: cuánta majadería abstrusa y vacua.
En
octubre de 1946 Karl Popper fue invitado a pronunciar una conferencia en el Moral
Science Club de Cambridge, dominado entonces por el filósofo más prominente
de la época, Wittgenstein. En el aire estaba la idea de que si se ponía orden
en el lenguaje y en la lógica se disolverían los problemas más importantes de
la filosofía. Wittgenstein de algún modo era la némesis de Popper. Mientras que
aquel afirmaba que los problemas filosóficos no eran más que mezquinas disputas
lingüísticas, este creía que eran problemas reales.
Popper,
ante la mirada del también presente Bertrand Russell, inició la charla
preguntando ¿Existen los problemas filosóficos?, tras lo que puso
algunos ejemplos. Wittgenstein se oponía cada vez más agitado hasta que elevó
en el aire un atizador y exigió a Popper un ejemplo de regla moral. Popper
respondió: No amenazar con atizadores. Según una versión de lo ocurrido
Wittgenstein salió de la sala enfurecido dejando la victoria a Popper.
Entre
ambos debates, de 1895 a 1946, Viena se convirtió en la capital del
pensamiento: el Círculo de Viena sería el núcleo filosófico y científico del
pensar.
Veinticuatro años después de El atizador de Wittgenstein David Edmonds vuelve al lugar del crimen, aunque no para esclarecer quién mató a quién, Popper a Wittgenstein o al revés, sino para determinar qué murió con el profesor Moritz Schlick, el animador del Círculo, cuando este fue asesinado por un estudiante trastornado. Aquella disputa la menciona al final de su nuevo libro El asesinato del profesor Schlick. En este cuenta la historia de cómo la centralidad del lenguaje se convirtió en el asunto más importante de la filosofía gracias al grupo de filósofos, autodenominados empiristas o positivistas lógicos, que participaban en el Círculo de Viena. Si todo son reglas lógicas y claridad expositiva, si, simplificando, los hechos del mundo y los enunciados tienen una misma lógica entonces comprender la realidad será más fácil y el camino de la ciencia más expedito. Mach y Boltzmann estaban entre sus precursores.
Wittgenstein llegó a Cambridge en 1911, tras la lectura de los Principia
Mathematica de Bertrand Russell y Alfred N. Whitehead y con el aval de
Frege. Buscaba profundizar en la lógica, los fundamentos matemáticos y la
filosofía con Russell. Wittgenstein, siguiendo a Russell, pensaba que la
realidad se compone de “hechos atómicos”, que tienen su correspondencia en
proposiciones lógicas simples; estas proposiciones reflejan (de forma
isomórfica) los estados de cosas fundamentales del mundo. Si descomponemos los
enunciados complejos en componentes básicos, eliminamos la ambigüedad
filosófica heredada del idealismo hegeliano y los puzzles metafísicos. Esa
idea la convirtió Wittgenstein en la teoría figurativa del lenguaje que expuso
en el Tractatus.
Entre
los años 1920 y 30 los filósofos que se agrupaban en el Círculo de Viena lo
tomaron como referente principal junto a Russell y Frege. Las proposiciones son
significativas si se pueden comprobar mediante la observación o la lógica. El
sentido de una proposición reside en su verificabilidad empírica o formal. La
filosofía ha de parecerse a la ciencia, en especial la física. Por eso
arremeten contra la metafísica y contra el filósofo que en ese momento mejor la
representaba, Heidegger.
Ni
Popper ni Wittgenstein formaban parte del Círculo. Este era su influencia
principal y Popper un satélite que estaba de acuerdo y discrepaba según las
ocasiones. Con el tiempo sobrepasó en fama a todos ellos, sin alcanzar, sin
embargo, el estatus casi divino de Wittgenstein.
El
círculo de Viena se reunía semanalmente los jueves, primero en una sala de la
universidad y luego en los cafés. Moritz Schlick, Hans Hanh, Otto Neurath, Rudolf
Carnap y otros más, filósofos y físicos procedentes tanto de Austria como de
Alemania, de Inglaterra y de Estados Unidos, trataban del lenguaje como el
asunto más importante de la filosofía, en el llamado giro lingüístico. Las
reuniones duraron hasta que Hitler anexionó Austria. Después los filósofos se
dispersaron y el asunto de lenguaje - dar forma lógica general a la proposición
- apareció como algo más difícil de lo que presumían. El debate se trasladó a
Cambridge en los años 1930-1950, y luego a Oxford y EE. UU., como nueva escuela
analítica que tomó en cuenta la “segunda filosofía” de Wittgenstein, recogida
en las Investigaciones filosóficas.
Algunos miembros del Círculo acabaron su carrera y su vida en las universidades británicas donde el positivismo lógico se convirtió en analítico cobrando una segunda vida académica. Otros se vieron recompensados con honores en Estados Unidos cuando el movimiento como tal languidecía.
Lo atractivo de El
asesinato del profesor Schlick, lo que hace que su lectura sea amena,
es que David Edmonds no se circunscribe a los debates filosóficos, trata de
responder a la pregunta de por qué en esas tres primeras décadas del siglo XX
se reunió en Viena tal constelación de genios, solo comparable a la Atenas del
siglo V ac o a la Florencia del siglo XIV. Esa emergencia de genios coincidió con
la caída de la Monarquía de los Habsburgo. Viena
era por entonces la ciudad más tolerante y cosmopolita de Europa, una mezcla de
nacionalidades y culturas. La mayor parte de sus talentos eran judíos, la
tercera comunidad judía más grande de Europa después de Varsovia y Budapest.
Viena había crecido drásticamente con las oleadas de judíos con barba, caftán y
filacterias que llegaban de las nuevas naciones del este tras la desmembración
del Imperio por la derrota en la primera Guerra mundial. Viena, una isla incluso frente a
Austria, permaneció como parapeto cosmopolita. La mayor parte de los genios
eran judíos - unos pocos creyentes y la mayoría ateos -, que pudieron dar alas
a una insólita libertad de pensamiento, antes de abandonar la ciudad de
estampida – los que pudieron - cuando Hitler se la apropió.
En
ese ambiente crecieron y se formaron tanto Ludwig Wittgenstein y Adolf Hitler,
compañeros de clase, una ciudad que parecía haber dejado atrás el antisemitismo
del alcalde socialcristiano Karl Lueger (cuyos partidarios coreaban: Lueger
vivirá, los judíos perecerán) por el austromarxismo, a cuyos líderes se
identificaba como judíos. Viendo en perspectiva lo que ocurrió después, la
anexión hitleriana de 1938 es como si la sociedad tradicional y antisemita se
hubiese tomado la revancha. Karl Kraus ya había advertido de que Viena era el
campo de pruebas para la destrucción del mundo. En superficie, la cultura
cosmopolita vienesa ocultaba un odio austriaco inextinguible.
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