Por
encima del género navideño que llena la cartelera cinematográfica, hay una
película que merece la pena. Cónclave. Respeta las tres unidades que
Aristóteles exigía a los buenos dramas. Unidad de lugar: los cardenales quedan
encerrados en las salas del Vaticano - cónclave- tras la muerte del Sumo
Pontífice; unidad de tiempo: el que discurre hasta elegir al nuevo Papa; unidad
de acción: la trama de poder que se despliega sin disimulos.
Es un drama shakespeariano sin sangre, en el que el poder se asocia a lo
masculino, todos los cardenales lo son, con leves insertos de Isabella
Rossellini, y una pequeña sorpresa final, el arancel que muchos están
dispuestos a pagar para acomodarse a las exigencias del tiempo presente - lo
woke. La tramoya del poder se muestra en sus diversas variantes: el chantajista
emocional, el ideológico -hay dos corrientes enfrentadas como en lo político,
la liberal y la conservadora-, el poderoso que compra voluntades con promesas y
dinero, el taimado que hace como que no desea, que no quiere de ningún modo ser
el nuevo Papa.
Los actores, todos viejos, están espléndidos, con Ralph Fiennes a la cabeza, la
escenografía imponente, como se espera de algo que sucede en el Vaticano, la
tensión se corta como la patena que se desliza por la barra de mantequilla
-aquí abriendo y cerrando la urna. No hay disputas teológicas, solo ambición,
lucha descarnada, no sangrienta como digo, por el poder. En algún momento
parece que sobrevuela el Espíritu Santo para escribir en la papeleta el nombre
cabal, pero no es tal, sino la onda de una explosión lejana que perturba brevemente
a los encerrados. Entretenida.
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