miércoles, 12 de junio de 2024

Baumgartner es Paul Auster

 



(…) miró a Anna, contempló su bello y luminoso rostro y lo inundó una sensación de felicidad tan intensa que se le empezaron a agolpar lágrimas en los ojos y dijo para sus adentros: Recuerda este momento, chico, acuérdate de él durante el resto de tu vida, porque nunca te ocurrirá nada más importante que lo que te está pasando ahora mismo”.


Paul Auster como su personaje, Sy Baumgartner, cumple años y atisba el horizonte. Solitario y viejo, este profesor y escritor añora la vida con Anna que murió hace nueve años, una tarde en que, sin tiempo para que él pudiese reaccionar, ella decidió que iba a darse un último chapuzón. Entretenido en una novela, quizá la última, Misterios de la rueda, en la que bajo la metáfora del automóvil y el conductor que deja en manos de algoritmos la conducción, quiere reflejar la vida pasiva del hombre contemporáneo, atisba para sí una última oportunidad de volver a las emociones. Una joven universitaria de Michigan le pide sumergirse en la obra de Anna para hacer una tesis, atraída por la única publicación de un libro de poemas de Anna, Lexicón, que el propio Baumgartner ha seleccionado y publicado como recuerdo de su esposa.


Baumgartner acaba Misterios de la rueda y con emoción incontenida se propone revitalizar el jardín de la casa donde vive y adecentar un anexo, en otro tiempo casa de invitados, para que la joven Beatrix Coen -Bebe Coen-, que tanto le recuerda a la propia Anna como a la hija que ambos  pudieron tener (la que sí tuvo Auster con Siri Hustvedt, se sienta tan a gusto que pueda vivir allí unos meses, sumergiéndose en los escritos que Anna dejó: cartas, ensayos críticos, traducciones, cuentos y el resto de poemas que Baumgartner no tuvo en cuenta, a la espera de reconstruir su vida por medio de los textos que esperan ser leídos.


El grueso de la novela lo dedica Auster a rememorar los años felices de Baumgartner, estudiante en el Nueva York de 1968, cuando conoció a Anna y con la que vivió varias décadas. También hace un recorrido por el árbol familiar, que hunde sus raíces en la cultura judía de la Europa del este, representada por un padre que lo abandonó prematuramente, lo que de algún modo explica la fragilidad emocional en la que el personaje se encuentra. Tampoco abandona las digresiones -pequeñas historias independientes dentro de la historia- al modo cervantino, que tanto ha cultivado Auster, unas veces atribuidas al propio Baumgartner y otras a Anna.


Entregado Misterios de la rueda a su editora, obsesionado por la muerte de su esposa, cuando Baumgartner espera la llegada de Bebe, le advierte del largo viaje que le espera desde Michigan a Princeton, de los peligros de la carretera a lo largo del lago Erie en los días de enero, pero es él, Baumgartner, quién tendrá un accidente, dejando que el último capítulo de la vida de Baumgartner -de la última novela que Paul Auster escribe- sea el lector quien lo complete. Y de hecho lo completa porque cuando lo lee ya sabe que Paul Auster ha muerto en el mes más triste, el abril pasado.



Es indudable que esta novela es como una especie de testamento en el Paul Auster/ Baumgartner indica a su mujer cómo querría ser tratado, cómo debería la posteridad recordarlo. Ha cambiado los papeles. Él sabía que iba a fallecer pronto, también lo sabíamos sus lectores desde que se esposa Siri Hustvedt nos lo comunicó, en marzo del año pasado, que Paul tenía cáncer. Auster se pone en la mente de su mujer recordando, pues no es ella quien ha fallecido sino él. En una de las digresiones fantasea cómo Siri le recordará:


(…) despertándome temprano para salir pitando al trabajo mientras S. seguía durmiendo y parándome para mirarlo allí despatarrado, mi hombre inteligente, de piernas largas, pelo revuelto y ojos extraordinarios, mi camarada, mi compinche de cama, mi sabelotodo, mi compañero de verdad para el largo camino que se abría ante nosotros, y como no me gustaba apartarme de él sin despedirme rociaba el aire sobre su cabeza con media docena de pequeñas ráfagas de mi colonia de lirio de los valles para que cuando abriera los ojos aún lo acompañara una parte de mí”.


Paul Auster escribió ensayos (La invención de la soledad, El arte del hambre) y novelas, también dirigió películas, como Smoke y Lulú on the bridge, en unos y otras hay referencias más o menos veladas a sus asuntos familiares, el hijo drogadicto Daniel, con su primera esposa, fallecido recientemente, y la hija cantante, con Siri, Sophie.



Leí con entusiasmo sus primeras novelas (El palacio de la luna, La trilogía de Nueva York, la música del azar, Leviatán), lo abandoné cuando nos entregó las voluminosas. Baumgartner me las ha recordado, también aquello que me atraía y que luego comprendí que no me gustaba tanto, un mundo de personajes de la vida dorada de la élite universitaria y culta a quienes emular, lo que hacía que la historia se tornase irreal como de cuento infantil. Paul Auster ayudó a conformar un mundo en el que la literatura servía como vehículo para un confort intelectual, en el que se ha mantenido cierta clase media culta, que cubre la desagradable realidad con un halo de brillante indolencia y superioridad.




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