martes, 21 de mayo de 2024

Un amor

 



No es lo mismo novelar que hacer una película. Supongo más compleja esta segunda actividad. Aún así, Isabel Coixet sale mejor parada en Un amor que su autora literaria. Leí la novela en un grupo de amigos y todos salimos disgustados: El libro que aparecía en las listas como mejor libro del año. No solo la historia no funcionaba, sino que desde nuestro punto de vista estaba mal escrita, o quizá no funcionaba precisamente por estar mal escrita. En la película, la historia es más o menos diáfana: una mujer joven expulsada de la ciudad se sumerge en las capas de oxidación del mundo rural. Quien ha tenido la experiencia sabe lo difícil que es vivir en una pequeña comunidad donde todos participan de una vida enviciada. La prota, Nat, a la que se representa bajo una capa de inocencia de difícil comprensión, ha de lidiar con distintos tipos de masculinidad ruda, progre o simulada: el tosco propietario que alquila la casa, un artesano del vidrio con ínfulas, el padre de una familia tan moderna como llena de prejuicios. Nat se gana la vida traduciendo vídeos de inmigrantes desarraigados para una ONG. Por si no quedará claro, su indefensión está duplicada en el perro que la acompaña, un perro que en los ojos llenos de heridas arrastra una historia de maltrato.


La historia gana cuerpo y complejidad cuando aparece un hombre, más obeso que fortachón, al que llaman ‘el alemán’ aunque sea de origen armenio. La casa en ruinas en la que vive Nat se hace imposible cuando llueve por las goteras. El alemán le ofrece un trato degradante, arreglar las goteras a cambio de que ‘le deje entrar un poquito dentro de ella’. Incomprensiblemente ella acepta. No solo acepta sino que la relación proseguirá; Nat acude a su casa con regularidad.


La película podía incitar a la reflexión sobre el machismo y la indefensión de la mujer en una comunidad gobernada por hombres. Podría pero no sucede porque las escenas desagradables se suceden sin descanso produciendo en el espectador una incomodidad que no le deja tiempo para pensar. No hay aire en la película, es irrespirable, por lo que su intención de provocar la reflexión a partir de la incomodidad fracasa. por lo menos en mi caso. La película, que está rodada en pantalla pequeña, en el clásico de 35 mm, solo al final bajo los sones de una canción de Max Raabe (Todo va a salir bien), la protagonista, que ha abandonado el pueblo haciendo una peineta a sus vecinos, en el campo, se pone a bailar, soltando brazos y piernas y el cuerpo entero, mientras la pantalla se ensancha una medida hoy más convencional.


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Hay conductas codificadas, fácilmente comprensibles, como la de Nat en Un amor. Responden a un patrón y generan simpatía. Pero hay otras que nos descolocan que calificamos de perversas. Esas son las literariamente interesantes. El alemán, en la misma película. Desafortunadamente, tanto a Sara Mesa como a Isabel Coixet, la ‘perversa’ personalidad del alemán, solo les sirve para explicar la conducta de Nat. No lo convierten en protagonista. ¿Por qué actúa como lo hace? Aquí una explicación:


"[Actuar perversamente es] una forma de constituirse como un ser auténtico y autónomo. Podríamos llamarlo perversidad existencial. Una persona puede preguntarse: Si sólo hago lo que tiene sentido, ¿de qué sirvo? ¿Por qué mi conciencia es relevante? El deseo de ejercer su autonomía puede motivarlo a volverse contra lo esperado, lo razonable y lo moral, para demostrarse a sí mismo, y tal vez a los demás, que es libre".


Supongamos que esto es correcto y que nos impulsa el impulso de ser libres, de rebelarnos contra las limitaciones de la racionalidad y la moralidad, contra la convención. ¿De dónde viene este impulso? ¿Es algo universal?




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