viernes, 17 de mayo de 2024

El ladrón de arte

 



En los años 90, en el Mulhouse de la Alsacia francesa, fronteriza con Suiza y Alemania, un par de jóvenes, impregnados de adrenalina se entregaron al loco impulso del coleccionismo del arte. Para muchos coleccionar obras de arte es lo que da sentido a sus vidas. El problema es que hay pocos que se lo puedan permitir. Has de ser muy rico. Ni Stéphane Breitwieser ni Anne-Catherine lo eran. El primero solo aguantaba unos pocos días en trabajos temporales; la segunda era auxiliar de enfermería. Así que, sacudidos emocionalmente por el llamado síndrome de Stendhal - es una manera de explicarlo-, se dedicaron a robar las piezas que no podían pagar. Primero en los alrededores de Suiza y Alsacia y después, ampliando su acción por distintos países centroeuropeos, llegaron a coleccionar unas 300 obras que se ha llegado a estimar en un valor superior a los mil millones de euros. Visitaban museos iglesias palacios castillos y ferias de arte, echaban el ojo a una pieza que les provocaba una emoción incontenible y, cuando detectaban fallos de seguridad -falta de vigilantes, sistemas de control o simples descuidos-, se la llevaban con la mayor tranquilidad a la buhardilla de la casa donde vivían en Mulhouse, propiedad de la madre de Stéphane. Las piezas eran en general pequeñas, que cupiesen en el bolso de Anne-Catherine, en la manga de un abrigo de Stéphane o debajo de su camisa contra el cinturón de los pantalones. Como veían que no corrían mayores riesgos, al final se atrevieron con piezas más grandes, como la talla de una virgen por encima del metro y medio, que sacaron de una iglesia. En general, la colección de la buhardilla consistía en pequeñas esculturas o pinturas sobre tabla y bronce del Renacimiento y del primer Barroco. Entre ellas obras de Peter Brughel, Lucas Cranach, Antoine Watteau o François Boucher.


El formato que adopta Michael Finkel en El ladrón de arte es el de un amplio trabajo periodístico alrededor del mayor ladrón de la historia del arte. Como tal, el reportaje nos da cuenta de la gente que entrevistó, en primer lugar del propio ladrón, Stéphane Breitwieser. Ese es precisamente el mayor defecto del libro, su concepción periodística. En la mayor parte de los capítulos relata con detalle los robos más importantes de la pareja. En el resto, el tercio final del libro, nos introduce en la psicología de los personajes y en su peripecia judicial. Para mí es la parte más interesante, aunque el autor no ahonda en el trío que formaban la madre de Stéphane y la pareja como podría haberlo hecho. Tampoco en el papel del padre que lo abandonó y que reaparece para rescatarlo de la depresión cuando todo está perdido.


Cuando la policía detiene a Stéphane y lo recluye en la cárcel, Anne-Catherine lo abandona y su madre se deshace de las obras guardadas en la buhardilla. Las esculturas las arroja a un canal del Rin y la parte más importante de la colección, las pinturas renacentistas, afirma haberla arrojado al fuego. Nunca se encontraron indicios de que así fuera. La sensación que me embarga tras haber leído el libro es, como digo, la de que se me ha hurtado el relato de unas vidas vividas al margen, de gran interés.



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