martes, 21 de marzo de 2023

Aftersun

 


Si entre las películas del curso pasado hubo cine en estado puro, ninguna mejor que esta, Aftersun. Tan propia del lenguaje cinematográfico que es difícil explicarla con palabras. Las imágenes de un padre treintañero y de una niña con once años en unas vacaciones de verano, en algún lugar de la costa turca, proceden tanto de grabaciones familiares como de los recuerdos o la imaginación de la niña, convertida en adulta de 30 años. Esa mujer adulta aparece fugazmente junto al sonido de un niño cercano. No hay nada incomprensible en lo que oímos o vemos, sino más bien cargado de significado. No hay una historia convencional, a pesar de que el espectador pugne por construirla con lo que se le ofrece. No hay historia sino sucesión de escenas o planos, reales o imaginarias, del pasado con breves insertos del presente. Se atisban algunas elementos para imaginar una historia, que el padre ha salido de un divorcio, que no tiene trabajo ni dinero, que está pasando un mal momento. Hay dos escenas significativas para ver cómo está hecha esta película: en una el padre, en la noche solitaria, se adentra en el negro mar y desaparece; en otra posterior lo vemos desnudo de espaldas sentado en la cama con la cabeza entre las manos llorando con desesperación; ninguna tiene continuidad explicativa sino que el montaje pasa a otras cosas. A la niña la vemos a la vez con los recelos propios de la edad a salir de sí misma y a la apertura al mundo: no se atreve a bailar delante de la gente pero se pone delante del micrófono en un karaoke, juega tímida con un niño de su edad y más tarde le da un beso.


Pero todo eso no son más que retazos de la imaginación y escenas rescatadas de vídeos del pasado. En eso se asemeja a Los Fabelman de Spielberg, la diferencia es que Spielberg, con lenguaje clásico, nos da la narración ya hecha, mientras que la debutante Charlotte Wells solo nos ofrece sugerencias con un lenguaje muy contemporáneo que combina escenas clásicas con otras montadas con planos breves, entrecortados, rayados incluso, mezclando lo rodado en el pasado con lo imaginado en el presente. En una escena muy significativa, estamos viendo parte de lo rescatado de la filmación familiar en la pantalla de un televisor mientras, al lado, en el mismo encuadre, vemos el presente de la mujer de 30 años, que recuerda, en un espejo. Cuando el televisor se apaga la vemos reflejada en la propia pantalla del televisor.


Si solo fuese suma de escenas, recuerdos del pasado como cuando miramos un álbum de fotografías, o tenemos una ensoñación, pronto nos cansaríamos y pasaríamos a otra cosa, pero no, tras una secuencia, pensamos que algo va a suceder, que algo importante se nos revelará, un pálpito, una inquietud que vamos arrastrando a lo largo de toda la película. Lo que se suma son sensaciones que nunca se encadenan para construir la historia que estamos esperando, pero que conectan con nuestra propia imaginación, ensoñación y memoria de padres o de hijos. ¿No es así como funcionan las grandes obras: un cuadro de Monet, un soneto de Shakespeare, una pieza de Debussy, una película del primer Buñuel? 


Sé que estoy haciendo una reseña torpe de la película; sólo se llega a comprender viéndola, así que yo que tú no me perdería esta película.



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