lunes, 6 de diciembre de 2021

Elogios infundados, lecturas distraídas

 


Despreciamos a unos autores y no a otros. Sin haberlos leído. Como hacemos con las personas, sin conocerlas. A ésta, por ejemplo, de la portada con una bailaora y cestos de flores sobre fondo amarillo, quizá porque me molesta no encontrar la tilde encima de la n de su apellido. El caso es que entre ella y Reinhardt escogí a Mark Haber que es quien describe a Reinhardt o quien lo narra. De la primera solo conozco el nombre: lo he visto en la portada de otros libros, pero solo empezó a interesarme al ver la cita, el exergo, al comienzo, una cita de Simone Weil. Aún así, otros libros me atraían más. El del hípster en la España vacía, el primero. Me he divertido leyéndolo, aunque no es propiamente una novela sino un divertimento lingüístico. Pero Reinhartd, con todas esas referencias que pone el editor en la contraportada: Bolaño, Barnes, Rhys, Di Benedetto, Bernhard y el Fitzcarraldo de Werner Herzog, quién no lo lee. Un tratado sobre la melancolía. Vaya. Me pase la tarde de ayer con él. En realidad todo se reduce a una imitación de Bernhard, una aburridísma imitación de Bernhardt descontextualizada. Bernhard es un austriaco que se dedica a derruir como si le fuese la vida en ello el prestigio de Austria. Haber en este libro de El jardín de Reinhardt toma la carcasa del estilo y lo utiliza sin ton ni son. En Bernhardt tiene una función, destruir con todo merecimiento, a la sociedad austriaca -en España no tenemos un Bernhardt, tenemos un Quevedo y muchos pequeños quevedos, pero no es lo mismo-, Haber lo hace por lucimiento.


Pero no era de eso de lo que quería escribir. Esta mañana leía el periódico en la cafetería de costumbre. A mi espalda dos mujeres charlaban en torno al suyo. Entre artículo y artículo se me han colado unas frases: “Se le han muerto dos hijas de cáncer”. “Y la tercera parece que también está muy mal”. “Parece que es una cosa familiar”. “Se le ve muy mal a la pobre”. Han seguido. Podría haber escuchado la conversación al completo, pero algo en mí se ha cerrado -clic- y he dejado de escuchar. Quién tiene cuajo para oír esas historias verdaderas. He encontrado motivo de concentración y burla, una burla capaz de distraerme, en la entrevista que Juan Cruz le hace a la viuda de Saramago. Tan extravagantemente babosa, pomposa y vacía que se la he enviado a unos cuantos a través de WhatsApp para recrearme un poco. Las mujeres seguían hablando; yo ya no oía lo que decían, pero sí su tono: estaban felices de escapar a la tormenta. Por ahora a ellas no les tocaba, se reconfortaban de la desgracia ajena. Prefiero taparme los oídos.


Así que al volver a casa, después de comer, en la hora que sucede a la siesta he apartado el libro del hípster -leído- sobre el sofá y luego con desdén he arrojado el de Reinhardt -no me explico las buenas críticas; en Goodreads todo son elogios: se ve que la gente necesita reconocerse en la excelencia aunque sea una falsa excelencia- y he cogido el libro de la escritora sin tilde en el apellido. Y joder, me retraía el que comenzase hablando de su visita al hospital donde su amiga estaba postrada con un cáncer, quizá por eso no lo quería leer, pero ha sido comenzar y la lectura fluir, porque no sólo está bien escrito sino que dice cosas inteligentes, cosa que no he encontrado en el elogiado Reinhardt.




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