miércoles, 14 de abril de 2021

Tres pedazos de pollo

 




Paul Theroux tiene el don de introducirte de inmediato en cualquier escena que narre. Ya en la primera línea hace que nos abstraigamos de nuestro paisaje en derredor para entrar en el que él nos propone. Cada suceso de su viaje (El último tren a la zona verde) está descrito como una historia que contase para una de sus ficciones. En una parada obligada, en medio de la sabana -la zona verde-, por la avería del coche en que viaja, al declinar el sol, los pasajeros se agrupan bajo una extensa acacia. Una mujer esbelta y sonriente aunque avejentada se acerca con tres muslos de pollo en el fondo de un cubo lleno de moscas. Así comienza una de las historias del viaje. No hay comida ni bebida, solo cansancio y el tedio del viajero que ha llegado a ningún sitio. Lo que para cualquier otro hubiese sido el comienzo de una noche inhóspita, descrita en dos o tres líneas, de la nada el narrador urde un relato que nos lleva a un lugar y un tiempo que nos interesa conocer. Pronto aparecen personajes, cada uno con rasgos distintivos, un habla y modo de expresarse y una historia que contar. Theroux les cede la palabra. Uno desde Angola nos lleva a Italia para contarnos otra historia: cómo los católicos buscan en los jóvenes africanos el futuro misionero para el que ya no hay vida en Europa. Los curas le invitaron a Roma para encender en él la vocación, que no prosperó por su grana mor a las mujeres. Otro, cuyo idioma no entiende pero que gracias a lo que van diciendo los demás vamos comprendiendo, explica los ruidos de tambores que se oyen más allá de las sombras: remiten a otra historia, una ceremonia de iniciación en cuatro días, Efundula, en los que una niña que ha tenido la primera menstruación se hace mujer. El extranjero ha de imaginar, pues no se le va a invitar. Por debajo de los distintos relatos que van surgiendo componemos uno más amplio en el que situamos como figuras móviles a los relatores y oyentes, a los viajeros y a las gentes del lugar a quienes conocemos por los ecos de los tambores, el tapiz de un país con vida propia, distante de nuestros usos y costumbres. Pero cuándo aparece la luz del amanecer del día siguiente, Theroux no nos ahorra la descripción de lo que ve, tan distinto de lo imaginado en las historias de la noche, un país destrozado tras 30 años de guerra por los guerrilleros de Jonas Savimbi, del UNITA, los mercenarios sudafricanos y los cubanos, incendiarios por igual de las aldeas, asesinos y decapitadores de la población civil:


"A la luz del día el lugar era horrible, más sucio y maltrecho de lo que había parecido el día anterior. Los chicos habían tirado sus cervezas a un lado y las botellas yacían allí sobre el suelo. Había envoltorios de plástico manchados de grasa adheridos a matas de hierba seca. Y el árbol que parecía noble, con su altura y su frondosidad, estaba destrozado: la parte baja del tronco estaba llena de cortes y de iniciales, números y nombres tallados.


La imagen de Angola no solo consistía en el pueblo horroroso y el barrio de chabolas, sino también en las ruinas de un paisaje maltratado, los restos de la deforestación y los campos cubiertos de tanques carbonizados, los ríos que parecían envenenados, negros y tóxicos. Y no se veía ni un solo animal más que alguna vaca o algún perro encogido. En la mayor parte del sur de África, por lo menos se veían pequeños antílopes o gacelas que saltaban a lo lejos sobre sus patas esbeltas. Los impalas estaban presentes en todas partes, y era casi imposible imaginar una extensión de sabana sin esos animales. Y donde había pueblos, había siempre carroñeros, hienas o babuinos.


Un país sin animales salvajes parece inconcebible, porque en África muchos animales, en especial los antílopes, son prolíficos y se reproducen con tal facilidad que consiguen crear manadas sostenibles en los lugares más inesperados. Pero la larga guerra los había echado a perder y los angoleños hambrientos se los habían comido, como se habían comido los hipopótamos e incluso los cocodrilos, y, si había serpientes, yo no vi ninguna… la ausencia de animales y la presencia de seres humanos sin domicilio fijo, oprimidos e incluso humillados, hacían que esos lugares de la zona verde resultaran fúnebres, violados, con una atmósfera de derrota. Algo que había desaparecido de forma inexplicable les había arrebatado su vitalidad”.

 

 

No hay comentarios: