martes, 13 de abril de 2021

Lluvia fina, de Luis Landero

 




Hay personajes en esta historia, unos cuantos: Aurora, la paciente oidora, la madre, en la distancia, los hijos: Andrea, Sonia y Gabriel, el pretendiente y marido, Horacio, y un par de secundarios: Roberto, el nuevo pretendiente, y Dorita, una adolescente niña para una casa de muñecas. También están los sin voz, niños que nacen en el relato (bueno, todo, personajes y sucesos nacen en el relato): Alicia, Eva y Azucena. Cada uno representa un papel definido, tan perfilado que cabe preguntarse si podrían ser de otro modo a como el lector está obligado a imaginárselos. Hay un móvil, el móvil -dispositivo electrónico- por el que discurre el relato, y una atmósfera que se va adensando y pudriendo. Aurora es el eje que, ¿cómo se decía antes, ‘paño de lágrimas’, teléfono en mano escucha los relatos que cada uno de los demás personajes le cuenta, reconstruyendo la historia familiar. Una madre posesiva que ha de buscarse la vida para sostener la casa, después de que su marido haya muerto. Una hija que se cree abandonada, preterida, y que imagina mil formas de tomar venganza, incluso sobre sí misma; otra, la guapa, que se ve obligada a casarse con quien no desea; y un hijo consentido que no acababa de salir de sus fantasías infantiles de carromatos y vaqueros. El grueso de la novela responde al título, Lluvia fina. Una suma de deposiciones cruzadas, en el móvil, de los hermanos, hasta que en los capítulos finales se desvela el carácter y el destino de cada uno de ellos. Aurora es la depositaria de la historia familiar y, además, ha de cargar con el hijo consentido, Gabriel, que se convierte en padre fracasado de una hija enferma, Alicia, a la que es incapaz de atender. Horacio es el perverso que se preveía, quizá, incluso más allá de lo que el lector podría esperar. Sonia, la sufridora, alcanza el límite cuando ve un día en la bañera que a sus niñas, Eva y Azucena, les va a pasar lo mismo que ella ha consentido. Andrea, la niña romántica, no lo alcanza, el límite, pues nunca llega a la madurez.


Podría alguien pensar que en Lluvia fina está descrito el destino trágico de una familia cualquiera: la humedad que se va acumulando poco a poco hasta pudrir las alfombras del salón, arruinar puertas y ventanas, agusanar las maderas más nobles, enmohecer los lechos, hacer insalubres los alimentos. En la última frase de la novela, Aurora, que en estilo indirecto libre ha ido levantando acta de lo sucedido ante el lector, no de los cambios, porque no los hay -desde el principio los papeles están marcados- alcanza el destino trágico. Principio y fin no hay, no puede haber una historia alternativa de la familia según lo hemos leído.


Pero Lluvia fina es una novela y la vida no es eso, hay algo de eso, pero es mucho más de lo que se nos cuenta en Lluvia fina. Lo peor que le puede suceder a una novela es que el lector tenga la impresión de que está leyendo una novela. Es el caso. El gusto del lector convencional ha madurado tanto, ha aprendido tanto leyendo novelas que no se conforma con tan poco. Quiere realidad. A veces demasiada; ese es otro problema, pero no es el caso de Lluvia fina. El escritor ha de tener la antena puesta en el presente y como Aurora levantar acta. ¿Qué hubiésemos dicho de Joyce si hubiese querido ser un nuevo Dickens, de Hemingway un Tolstói de nuestra guerra civil o de Houellebecq un Flaubert posmoderno? Aunque, quizá, tal como están las cosas, estaríamos agradecidos si pudiésemos decir de un escritor español actual que es el nuevo Galdós.




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