sábado, 16 de enero de 2021

“L’ombre d’une nouvelle horreur”

 


Ante la mirada de Grothendieck, el humilde punto dejó de ser una posición sin dimensiones para bullir con complejas dimensiones internas. Donde otros veían algo sin profundidad, tamaño, anchura ni largura, Alexander vio un universo entero”.

 



Cuando me topé con el cuento del japonés Shinichi Mochizuki y del apátrida Alexander Grothendieck, en el libro de Benjamín Labatut, me parecieron tan fantasiosos que lo leí de corrido con ganas de acabarlo pronto y pasar al siguiente. Eran personajes inventados al ingeniosos modo de Borges, una fantasía que Labatut se permitía para descansar de las extravagancias de sus científicos reales, hasta que, ya en la última página, el autor afirma que la suya es una obra de ficción basada en hechos reales. Aún así, seguí pensando que los perfiles de ambos personajes eran poco realistas. Ignorante, acudí a la Wikipedia y allí estaban. Los dos de algún modo eran genios reales. Genios: difíciles de hacerse entender, imposibilidad para sus contemporáneos de comprenderlos. Shinichi Mochizuki mostró en su blog, en 2012, la prueba de 500 páginas que daba solución a la conjetura a + b = c que nadie más ha comprendido. Pero Mochizuki no se quedó ahí sino que creó una nueva geometría, un universo completo únicamente habitado por él, explicada en una teoría que llamó Teichmuller Inter-Universal. Los matemáticos que se han acercado traducen su incomprensión en desequilibrio psíquico o elaborado engaño del autor. En 2014, tras un incidente en la Universidad de Montpellier, renunció a su puesto en la Universidad de Kioto, retiró la prueba de la conjetura de su blog y escribió: “Ciertas cosas deberían permanecer ocultas para siempre por el bien de todos nosotros”.



La conjetura a + b = c fue formulada por otro famoso metamático, Alexander Grothendieck, cuya vida, la de su padre y madre, superaría cualquier fantasía borgiana. De hecho, Benjamín Labatut (Un verdor terrible) lo describe al estilo de Borges: “Gran boxeador, fanático de Bach y de los últimos cuartetos de Beethoven, amaba la naturaleza y veneraba el olivo ‘modesto y longevo’, lleno de sol y de vida”. Su ambición fue monumental: desvelar las estructuras que subyacen a todos los objetos matemáticos.


Hombres como Shinichi Mochizuki y Alexander Grothendieck son inabarcables. Lo son sus vidas extrañas, tan poco convencionales, y lo es la vida de sus mentes que libres de los patrones con los que las nuestras están hechas pueden concebir estructuras, esquemas, motivos de la naturaleza que los demás no podemos ni imaginar. Como si de emisarios de una civilización extraterrestre se tratase, en su retirada del mundo, en su repentino silencio, en su petición de que sus escritos sean retirados o destruidos podemos advertir la amenaza latente que ya estaba en el árbol de la sabiduría en el jardín del Edén, ‘l’ombre d’une nouvelle horreur’, según le confesó Grothendieck a Leila Schneps después de buscarlo durante meses por los pueblos de los Pirineos. Claro que ambos pudieron perderse en lo inefable, donde nadie más puede seguirles, y donde ellos mismos, mortales al fin, pudieron precipitarse.


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