jueves, 31 de diciembre de 2020

Extraviados

 

Hace un frío que pela, más por el viento helado que por los grados. Aparco la bici donde acostumbro, en una pasarela separadora de la acera y la calle. Me quito los guantes y el gorro. “Estoy harta de él”, es lo primero que oigo. Dos mujeres de edad mediana, en sendos taburetes junto a una mesa alta, pequeña y circular con copas de vino blanco, envueltas en abrigos y bufandas, fumando. Una habla, la otra escucha. La que habla lo hace como si tuviera un altavoz para que la calle escuche. Yo la oigo desde unos 10 metros. Hago la compra, con el Mercadona más apretado que de costumbre: nos rozamos para pasar por los pasillos, para coger los productos en las estanterías, en algunos es imposible pasar aunque sea de perfil y hay que dar la vuelta. Nadie parece recordar, a pesar de las mascarillas, que estamos en alerta. A la salida, las dos mujeres siguen allí. “Es que no lo soporta”, dice la misma mujer de antes. La otra escucha y fuma. Me enfundo el gorro y dejo de oír.


El insatisfecho deseo de ser escuchado. Todo el mundo quiere hablar, aunque no sé cuántos están dispuestos a escuchar. La intimidad se ha extravertido. Primero lo hicieron las películas y las series, camuflando la exposición de la experiencia interior bajo las formas del arte, luego las tele vulgarizaron la confesión hasta lo chabacano. Ahora ya nadie se retiene: no creo que sea una cosa generacional, aunque es evidente que los mayores son más cautos, cuentan menos, quizá por vergüenza, quizá porque encuentran menos escucha. Con las palabras se está yendo algo que no debería. Tanta historia, tanta construcción de un relato sobre uno mismo, no me parece una señal de una dilucidación del yo, de la búsqueda de uno mismo, al contrario, de una huida de sí. Corremos detrás de los demás para que la borrachera de palabras que soltamos nos oculte, nos enmascare, para huir de nosotros mismos. No nos gustamos: el espejo nos devuelve una imagen insoportable. La desaparición de la intimidad tendrá un coste. No podemos vivir en la perpetua huida de nosotros mismos. En algún momento se producirá una vuelta al silencio, al reencuentro con uno mismo. Algo difícil porque hemos perdido el hábito de cómo hacerlo. Es posible que vuelva algún tipo de religiosidad y con ella la dependencia de la promesa: la de quienes nos ofrezcan el modo de llegar a la vía que nos reconcilie con el silencio.


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