Roy tiene un cobertizo detrás de la casa donde guarda la leña para la estufa. Se ha ido aficionando a hacer trabajos de carpintería hasta el punto de admitir encargos. Tantos que su mujer Lea le hecha en cara que no los entregue a tiempo. No tienen hijos, y a veces se imagina a uno que podía haber aprendido el oficio y ayudarle en sus trabajos. Durante un tiempo su sobrina Diane lo hizo, pero fue un periodo muy breve. Mientras, Lea ha conseguido un trabajo en la consulta de un dentista. Lea viene una familia muy numerosa. A veces se acercan a casa y se plantan en el salón a dale que te pego a la bebida y a la cháchara. A Roy no le gusta socializar, cuando llegan él se encierra en su cobertizo. Lea no se lo reprocha. Se comprenden mutuamente, se aceptan como son. Aunque Roy no tiene parcelas de bosque propio llega a acuerdos verbales con los propietarios para cortar árboles: fresnos, hayas, arces, cerezos, quiebrahachas. Tiene un hacha y una sierra apropiadas. Sabe como hacer el tajo y cómo serrar de modo que cuando el árbol cae no caiga sobre él. La leña que le sobra la vende. Lea ha dejado de trabajar después de una temporada de fiebres y debilidad. Han ido al médico pero no saben lo que tiene. Ahora permanece en casa medio abatida como si hubiera perdido las ganas de vivir. Un día, Roy, oye a un borracho vagabundo que Suter, el propietario de bosque con el que llegó a un acuerdo, ha pactado con una empresa de fuera para vender árboles al por mayor para abastecer al hotel de la localidad. Roy empieza a preocuparse, incluso acelera la tala para cortar los árboles que pueda antes de que le comuniquen el trato. Una mañana Diane le pide que le deje el viejo Mazda para el día siguiente porque tiene que llevar el perro al veterinario y en el coche no le cabe.
Aquella tarde Roy se apresura hacia el bosque. Deja el camión en la linde y con el hacha y la sierra se adentra en el interior. Está comenzando a nevar. De pronto sucede algo inesperado, algo que no le ha sucedido nunca. Tropieza y el otro pie se hunde en la broza, en un hoyo que no ha visto. Le cuesta aceptarlo, pero al final asume que tiene una pierna herida, el tobillo hundido, la rodilla golpeada por el mango del hacha al caer. El dolor es intenso, insoportable. Deja el hacha y la sierra y comienza a arrastrarse antes de que se eche la noche y la nieve borre las huellas que él ha ido dejando, el único modo, ahora que tiene que mirar a ras de suelo, para saber volver. Sube con esfuerzo una rampa y arriba ve el camión. Algo sucede, el camión se mueve, ¿se lo están robando? Se da cuenta de que se mueve hacia donde él está y le pita como saludándolo. Es Lea, quien lleva mucho tiempo sin conducir, quien lo lleva. Lea le ayuda a subir por la parte del acompañante. Roy se queja del dolor, exagerando, de un modo que no haría de haberse encontrado solo. No se produce en él la sensación que habría esperado al reencontrar a su mujer recuperada del estado de ánimo en que había caído. “El ruido que hace podría ser para disimular esa carencia, o para disculparla… hay algo más. Una pérdida que enturbia la ganancia. Una pérdida que le avergonzaría reconocer si tuviera fuerzas.” Mientras Lea va sacando el Mazda hacia atrás, hacia la carretera, con una habilidad que no le suponía, pues nunca ha conducido un camión, Roy saca la cabeza por la ventanilla para salir de la modorra que le embarga. Lea piensa lo mismo que él, lo que le ha contado el vagabundo es un cuento de borrachos, no hay un acuerdo con una maderera de fuera.
Cuando inicio la lectura de un cuento de Alice Munro aletea en mí la intriga, qué sucederá esta vez. ¿Será una sorpresa que podré soportar o será demasiado dura? ¿Lo entenderé? Por eso el placer es doble cada vez, todos sus cuentos son diferentes, no hay uno que se parezca a otro. En Madera la lectura es morosa, no sucede nada durante la mayor parte de las páginas. Los personajes, tres, no más, no son extraños, apenas leves signos diferenciales. Roy es más pequeño, menos robusto que los miembros de la amplia familia de Lea, más reservado, menos hablador. Lea, siempre vista en segundo plano, no parece que tenga una vida para sí, fuera de un trabajo del montón, y en casa una mujer sin una afición destacable. En el momento culminante, no hay un giro, una ruptura con lo que se venía contando, el carácter de Roy, el trato con Suter, la decadencia de Lea, sino que la acción se paraliza. Lo que cambia es el tiempo que se ralentiza y adquiere otro ritmo cuando la descripción se hace minuciosa para contar el accidente físico y lo que se mueve en el interior de Roy. Cuando se están yendo, Roy mira una vez más al bosque, lo ve de otro modo, como no la había visto antes, como si se replegara hacia el interior recuperando el misterio que el bosque tiene en la imaginación. Entonces, Roy, piensa que necesita otra palabra para referirse a él, ya no bosque sino foresta, la foresta. La misma palabra que le falta para explicar lo que a él le ha sucedido.
“La oscuridad y la nieve son demasiado densas para distinguir nada más allá de los primeros árboles. Roy ya ha estado allí a esa hora, cuando cae la oscuridad a principios del invierno. Pero ahora presta atención, nota algo en el bosque que cree haber pasado por alto en las otras ocasiones. Qué caótico es, qué profundo y secreto. No se trata de un árbol después de otro, son todos los árboles juntos, instigándose y secundándose unos a otros, entretejiéndose en un solo cuerpo. Una transformación, a tus espaldas”.
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