Confiesa
Margueritte Yourcenar que modificó su escritura cada una de las tres
veces que reviso su historia, en 1925, 1935 y 1980. Lo mismo puede
decirse del lector cuando lee el mismo texto en tiempos diferentes.
Yo,
por
ejemplo,
Ana
Soror,
tres veces. Lo que ahora me interesa destacar es la idea de
literatura. Yourcenar tenía la suya, hija de su tiempo. Ser escritor
era una profesión respetable, envidiada. Un
premio era la culminación, el Nobel, la peana de la santidad. Cuando
un escritor llegaba a un país o al Paraninfo de una universidad o
concedía
una entrevista o encabezaba una manifestación, una corte de
seguidores rendidos
lo seguía entregada. Una tradición antigua llegaba con él, la
figura del Olimpo tomaba tierra, su voz tenía un eco que ninguna
otra podía imitar. No importaba tanto lo que dijese como el
eco que se reconocía en su
ingenio, una retórica, un sarcasmo. Es lo que veo
ahora en la relectura
de Ana
Soror.
Una pieza literaria. Está
cosida con los hilos que la gran cultura valora: las historias ya
contadas de la que esta es una variación, el estilo refinado que se
manifiesta en una palabra medio olvidada, en una frase que se
contiene en un molde, en la contención del decir que no se permite
la expansión. Lo literario prima sobre todo lo demás. El tema
sucumbe, porque es un tema, es decir, una elaboración literaria,
como sucumbe la historia, porque es una recreación y la misma
angustia del presente sucumbe,
al que no se deja entrar porque lo literario es un mundo superpuesto,
no el mundo en el que una pasión entre hermanos, un incesto en el
interior de una familia, la violencia, lo sórdido, las
consecuencias, tiene lugar. El
estilo, las referencias cultas, el preciosismo de la frase, su
música, es una masaje en el oído del lector cuya
sensibilidad espera
alcanzar el
éxtasis, pornografía del espíritu, tan diferente del escritor
moderno que desaparece en lo que cuenta o describe. El
éxtasis barato
que
aún
queda
en determinados
escritores y cineastas, que siempre gozarán del crédito de los
premios de los colegas,
de
los compinches de la
causa y
cuyo último avatar
es
la vulgaridad de quienes se exponen en las redes esperando
ser queridos
a toda costa.
Eso
es lo que ha cambiado. Hoy no se puede hacer literatura, al menos
como la entendía Yourcenar, o Borges, que en el modo de decir tanto
se parecen. El escritor ha perdido su lugar privilegiado. Los escritores actuales cuentan el mundo, lo copian,
quieren serle fieles, literales
casi, los
antiguos lo tomaban como excusa. En
aquella época, qué antiguos parecen vistos desde aquí, desde este
cerro inhóspito desde donde oteamos el pasado, aquellos faros de la
humanidad: Yourcenar, Borges, y
tantos que alcanzaron fama.
En
sus obras había ideas, comportamientos, declaraciones que
compartimos, que nos admiran, pero faltaba el hombre herido. Mientras
tanto hemos
comprendido que no puede haber separación entre vida y cultura, que
si la hay vemos pronto una falsedad que nos ofende. Esa
diferencia, ese salto es lo que nos hace aborrecer las diferencias
sociales o sexuales o raciales impuestas o heredadas, porque vemos en esa distancia el
enmascaramiento de la opresión, la justificación de la injusticia.
Esta es la era del despojamiento, difícil mirar de frente. Si el
arte, su retórica, disminuye hasta desaparecer es porque la vida
recobra la
autoridad de la que la historia le
había desposeído. Cuando la vida ha sido dura necesitaba
simulacros, engaños ensoñaciones para poder soportarla: arte,
religión, filosofías. Si hemos necesitado el arte es porque la vida
no se valía por si misma. La vida manifiesta no necesita afeites, ni
la muerte los necesita. Esto
es válido para las aproximaciones valiosas a la vida, porque en las
expresiones para la mayoría, que se siguen llamando literatura o
arte o cine o
televisión
sigue campeando la vulgaridad ahora más que nunca, multiplicada por la expansión de
los medios técnicos.
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