miércoles, 26 de febrero de 2020

Ana Soror



Confiesa Margueritte Yourcenar que modificó su escritura cada una de las tres veces que reviso su historia, en 1925, 1935 y 1980. Lo mismo puede decirse del lector cuando lee el mismo texto en tiempos diferentes. Yo, por ejemplo, Ana Soror, tres veces. Lo que ahora me interesa destacar es la idea de literatura. Yourcenar tenía la suya, hija de su tiempo. Ser escritor era una profesión respetable, envidiada. Un premio era la culminación, el Nobel, la peana de la santidad. Cuando un escritor llegaba a un país o al Paraninfo de una universidad o concedía una entrevista o encabezaba una manifestación, una corte de seguidores rendidos lo seguía entregada. Una tradición antigua llegaba con él, la figura del Olimpo tomaba tierra, su voz tenía un eco que ninguna otra podía imitar. No importaba tanto lo que dijese como el eco que se reconocía en su ingenio, una retórica, un sarcasmo. Es lo que veo ahora en la relectura de Ana Soror. Una pieza literaria. Está cosida con los hilos que la gran cultura valora: las historias ya contadas de la que esta es una variación, el estilo refinado que se manifiesta en una palabra medio olvidada, en una frase que se contiene en un molde, en la contención del decir que no se permite la expansión. Lo literario prima sobre todo lo demás. El tema sucumbe, porque es un tema, es decir, una elaboración literaria, como sucumbe la historia, porque es una recreación y la misma angustia del presente sucumbe, al que no se deja entrar porque lo literario es un mundo superpuesto, no el mundo en el que una pasión entre hermanos, un incesto en el interior de una familia, la violencia, lo sórdido, las consecuencias, tiene lugar. El estilo, las referencias cultas, el preciosismo de la frase, su música, es una masaje en el oído del lector cuya sensibilidad espera alcanzar el éxtasis, pornografía del espíritu, tan diferente del escritor moderno que desaparece en lo que cuenta o describe. El éxtasis barato que aún queda en determinados escritores y cineastas, que siempre gozarán del crédito de los premios de los colegas, de los compinches de la causa y cuyo último avatar es la vulgaridad de quienes se exponen en las redes esperando ser queridos a toda costa.

Eso es lo que ha cambiado. Hoy no se puede hacer literatura, al menos como la entendía Yourcenar, o Borges, que en el modo de decir tanto se parecen. El escritor ha perdido su lugar privilegiado. Los escritores actuales cuentan el mundo, lo copian, quieren serle fieles, literales casi, los antiguos lo tomaban como excusa. En aquella época, qué antiguos parecen vistos desde aquí, desde este cerro inhóspito desde donde oteamos el pasado, aquellos faros de la humanidad: Yourcenar, Borges, y tantos que alcanzaron fama. En sus obras había ideas, comportamientos, declaraciones que compartimos, que nos admiran, pero faltaba el hombre herido. Mientras tanto hemos comprendido que no puede haber separación entre vida y cultura, que si la hay vemos pronto una falsedad que nos ofende. Esa diferencia, ese salto es lo que nos hace aborrecer las diferencias sociales o sexuales o raciales impuestas o heredadas, porque vemos en esa distancia el enmascaramiento de la opresión, la justificación de la injusticia. Esta es la era del despojamiento, difícil mirar de frente. Si el arte, su retórica, disminuye hasta desaparecer es porque la vida recobra la autoridad de la que la historia le había desposeído. Cuando la vida ha sido dura necesitaba simulacros, engaños ensoñaciones para poder soportarla: arte, religión, filosofías. Si hemos necesitado el arte es porque la vida no se valía por si misma. La vida manifiesta no necesita afeites, ni la muerte los necesita. Esto es válido para las aproximaciones valiosas a la vida, porque en las expresiones para la mayoría, que se siguen llamando literatura o arte o cine o televisión sigue campeando la vulgaridad ahora más que nunca, multiplicada por la expansión de los medios técnicos.



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