martes, 19 de noviembre de 2019

Sendero del agua


Cualquiera con ánimo y recursos hubiese plantado su casa aquí. Así lo hicieron hace siglos quienes dispusieron de barco, soldadesca y gente obligada a hacer el trabajo poco grato. Hoy con bastante menos se compra o se alquila un apartamento. Ayer buscaba un 'sendero del agua' entre los altos bloques del nihilismo. No lo encontré pero esta mañana de cielos claros y despejados con la ayuda de una amable vendedora de gorras y sombreros (todos son amables y serviciales aquí, en eso me hallo en gran desventaja) he encontrado la puerta esquinada que se abría al lugar más impactante que he visto hasta ahora. Por entre paredes no tan verticales como para que no pueda crecer una vegetación avariciosa del sol que llega desde la otra vertiente y del agua salpicada que deja una espuma blanca y densa como mantequilla al romper con estrépito unos metros más abajo, serpea el sendero que recorro en soledad, pegado a la roca porosa, negra y rota, cubierto por anchas hojas de plataneras, agaves y todo tipo de plantas tropicales que desconozco. De vez en cuando se expone al océano en un saliente que a derecha e izquierda ofrece el espectáculo salvaje anterior a todo gesto humano de acantilados golpeados sin cesar por las moléculas de espuma, hasta que el material que ha ido bajando por estrechos barrancos se ha depositado sobre el mar para formar un extenso terreno de cultivo que aquí llaman rambla.

Cuando un hombre con chaleco amarillo que hace labores de limpieza ve mi entusiasmo por el paisaje tropical y volcánico me dice que camine hasta el pueblito que se ve en un saliente, no muy lejos, me asegura, una hora. ¿Puedo ir por la playa?, pregunto. El camarero que me sirve un café tercia para asegurarme que tiene entendido que sí. El hombre del chaleco que no, que todo son piedras al mismito borde del mar. Por el arcén, me dice. Y así lo hago hasta llegar a San Juan de la Rambla dos horas después, por una carretera llena de coches y atravesando un par de túneles. En fin. Al menos el pueblo blanco, que cuelga sobre la propia roca horadada como aquella de la playa de Lugo, es bonito y solitario, salvo por un trío de viejos que conversan sentados junto a la pequeña iglesia. Cuando me iba, una chica que abría 'La casa de mi abuela', un restaurante de pescado fresco, o eso anunciaba, me ha sonreído invitándome a pasar. En la ventana de arriba asomaba la que debía ser la abuela. En la guagua de vuelta me he echado pestes por no aceptar la invitación.

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