House
of Cards
comienza siendo una serie bien trabada sobre las intrigas de una
pareja, Frank y Claire Underwood, para ascender en la escala del
poder americano. Lo que cuenta es la ambición, todo lo demás le
está subordinado, estar en un partido o en otro, la preferencia por
una política nacional o una social, la propia vida familiar, tener o
no tener hijos o
cuidar de los padres, y si en
el desempeño del oficio se
defiende el estatus internacional
del
propio país o
se mejoran las condiciones de vida no
es porque se vea la necesidad sino porque está asociado a la
ambición. Acrecentar el
poder,
llegar a la cima es una enfermedad, una adicción, como lo puede ser
el sexo o acumular dinero o coleccionar sellos. Visto desde fuera
parece irracional, no se alcanza a comprender que pueda ser una vía
hacia el
equilibrio o
la felicidad, pero
quien la padece no puede resistirse. En todas las enfermedades o
disfunciones psicológicas hay grados, en lo más alto está la
psicopatía, cuando la meta se convierte en la
obsesión por
la que
se está dispuesto a cualquier cosa. Las reglas morales se borran o
el sujeto cree que para él no cuentan, incluso puede ocurrir que
llegado a la cima crea que está en disposición de establecerlas por
si
mismo.
Es un tópico decir que buena parte de la población psicopática del
mundo está en la política, en
todo caso, los protagonistas de esta serie lo son. En algún momento
dan el paso y cometen el primer asesinato. Nos cuesta creer que a día
de hoy los políticos lleguen a ese punto. Aceptamos que pulsen el
botón de la guerra, acostumbrados a leer la historia, sabemos que en
el pasado buena parte de la acción política consistía en declarar
la guerra, pero matar a individuos concretos fuera de los escenarios
bélicos, nos parece bárbaro, algo de tiempos remotos. ¿Es así?
Todas esas muertes de periodistas y políticos opositores asociados a
Rusia, incluso aviones de civiles derribados o atentados brutales en
escuelas o en el metro de Moscú sin que se vea
empeño por descubrir a
sus autores reales. Así que no es tan inverosímil lo que House
of Cards
muestra.
La
serie tiene seis temporadas, las
tres o cuatro primeras se parecen
bastante al creíble juego de intrigas, pactos y traiciones en que
consiste la política de partido y el
ejercicio del poder en una democracia, pero las últimas son otra
cosa. No queda nada de los políticos como servidores públicos, ni
un atisbo de grandeza por el bien común, ningún proyecto de
progreso ni idea de bienestar general, sólo la ambición desnuda, el
poder por el poder, la soledad del psicópata, la maldad encumbrada.
¿Existe algo así? Tendemos a pensar que ese tipo
está en Shakespeare, que es un personaje literario y que si existió
ya no existe. Aunque a la mente nos vienen Trump, Putin, Sánchez,
cada uno con su personalidad, cada uno con un botón muy diferente
que apretar, no todos pueden hacer el mismo daño. Pero nos cuesta
creer que puedan dejar un rastro de asesinatos como el que deja la
pareja Underwood. En
todo caso, los guionistas han desnudado de humanidad a sus personajes
y los han convertido en peleles de su disfunción psicológica, un
caso por tanto de la psiquiatría y no de la política. En su propia
ambición, ser como Shakespeare, han simplificado, en especial en la
sexta temporada, su carácter, reducido el campo de la política de
una lucha de ideas y ambiciones al relato de una lucha sin cuartel
entre malos muy malos o, visto de otro modo, de enfermos sin
posibilidad de curación. De
modo parecido a como cualquier político está moldeado
por los costes de su ambición, lo demás le queda subordinado,
cualquier guionista anglosajón está impelido a parecerse o superar
a Shakespeare.
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