domingo, 27 de octubre de 2019

House of Cards



House of Cards comienza siendo una serie bien trabada sobre las intrigas de una pareja, Frank y Claire Underwood, para ascender en la escala del poder americano. Lo que cuenta es la ambición, todo lo demás le está subordinado, estar en un partido o en otro, la preferencia por una política nacional o una social, la propia vida familiar, tener o no tener hijos o cuidar de los padres, y si en el desempeño del oficio se defiende el estatus internacional del propio país o se mejoran las condiciones de vida no es porque se vea la necesidad sino porque está asociado a la ambición. Acrecentar el poder, llegar a la cima es una enfermedad, una adicción, como lo puede ser el sexo o acumular dinero o coleccionar sellos. Visto desde fuera parece irracional, no se alcanza a comprender que pueda ser una vía hacia el equilibrio o la felicidad, pero quien la padece no puede resistirse. En todas las enfermedades o disfunciones psicológicas hay grados, en lo más alto está la psicopatía, cuando la meta se convierte en la obsesión por la que se está dispuesto a cualquier cosa. Las reglas morales se borran o el sujeto cree que para él no cuentan, incluso puede ocurrir que llegado a la cima crea que está en disposición de establecerlas por si mismo. Es un tópico decir que buena parte de la población psicopática del mundo está en la política, en todo caso, los protagonistas de esta serie lo son. En algún momento dan el paso y cometen el primer asesinato. Nos cuesta creer que a día de hoy los políticos lleguen a ese punto. Aceptamos que pulsen el botón de la guerra, acostumbrados a leer la historia, sabemos que en el pasado buena parte de la acción política consistía en declarar la guerra, pero matar a individuos concretos fuera de los escenarios bélicos, nos parece bárbaro, algo de tiempos remotos. ¿Es así? Todas esas muertes de periodistas y políticos opositores asociados a Rusia, incluso aviones de civiles derribados o atentados brutales en escuelas o en el metro de Moscú sin que se vea empeño por descubrir a sus autores reales. Así que no es tan inverosímil lo que House of Cards muestra.

La serie tiene seis temporadas, las tres o cuatro primeras se parecen bastante al creíble juego de intrigas, pactos y traiciones en que consiste la política de partido y el ejercicio del poder en una democracia, pero las últimas son otra cosa. No queda nada de los políticos como servidores públicos, ni un atisbo de grandeza por el bien común, ningún proyecto de progreso ni idea de bienestar general, sólo la ambición desnuda, el poder por el poder, la soledad del psicópata, la maldad encumbrada. ¿Existe algo así? Tendemos a pensar que ese tipo está en Shakespeare, que es un personaje literario y que si existió ya no existe. Aunque a la mente nos vienen Trump, Putin, Sánchez, cada uno con su personalidad, cada uno con un botón muy diferente que apretar, no todos pueden hacer el mismo daño. Pero nos cuesta creer que puedan dejar un rastro de asesinatos como el que deja la pareja Underwood. En todo caso, los guionistas han desnudado de humanidad a sus personajes y los han convertido en peleles de su disfunción psicológica, un caso por tanto de la psiquiatría y no de la política. En su propia ambición, ser como Shakespeare, han simplificado, en especial en la sexta temporada, su carácter, reducido el campo de la política de una lucha de ideas y ambiciones al relato de una lucha sin cuartel entre malos muy malos o, visto de otro modo, de enfermos sin posibilidad de curación. De modo parecido a como cualquier político está moldeado por los costes de su ambición, lo demás le queda subordinado, cualquier guionista anglosajón está impelido a parecerse o superar a Shakespeare.


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