Tiene
un problema esta novela, aparte de su manufactura literaria, que el
escritor sabe más, mucho más que el narrador, y lo hace saber. La novela es un
relato de iniciación de un muchacho de trece años que descubre el
mundo el 20
de julio de 1969, el día que Armstrong pone el pie en la Luna. Nada
sabemos de su posterioridad, algunas cosas anteriores a esa fecha sí,
salvo
la postrera incursión del adulto que en las páginas finales vuelve
la vista al
tiempo ido, a la ciudad, a
la calle y plaza, a la casa abandonada, al
padre que murió, con un deje de melancolía.
El
relato se centra pues en la edad de ese muchacho, que es el narrador. Algunas cosas son
creíbles, las emociones a flor de piel, la sorpresa por cada cosa
nueva
que
va
llegando,
los electrodomésticos en un hogar pobre, el cine, las pantorrillas y
los pechos semidescubiertos de una mujer, el pajerío, aunque todo
esté contado con tal
minuciosidad que anima a acelerar la lectura pasando las páginas con
premura, porque
no son emociones lo que se cuenta sino la literatura de las
emociones, su reflejo en frases tintineantes.
Tanto detalle, en cualquier cosa en la que se detenga, ya sea la
huerta del
padre, la enfermedad del vecino, la técnica cinematográfica, la
historia de las ideas, la
astronomía lunar o la cohetería de Cabo Cañaveral hacen sospechar
al lector de tanta sabiduría en un chico sin madurar, por no hablar
de la mucha lectura, no
sólo el largo catálogo de novelas, ese sí verosímil, sino de
libros algo más complejos, entre
los
que se cuenta Darwin, que hacen pensar que el chico no tenía
vida de chico, sin tiempo para
jugar, no
se mencionan amigos con
los que pelearse
o amigas de las que enamorarse,
o estudios
que realizar,
o
trastadas o aventuras que no sean librescas, que ese tiempo tan
morosamente descrito no le
pertenece, sino
que es el tiempo recordado o reconstruido de un adulto escritor que
corrige, se recrea y se
exhibe.
De
por medio están los tópicos de la guerra civil, los vecinos
siniestros y las víctimas sin resarcir, la riqueza robada y la
humillante pobreza. La iniciación a la imaginación sexual, con la
tía Lola, el
único personaje atractivo y con algo de volumen,
como fuente de inspiración, o una gitana que da el pecho a un niño
en el arrabal, o las actrices
de
películas como
Faye Dunaway,
o los cuadros famosos, una especie de sexualidad de papel cuché nada
sicalíptica, recorre la novela entera con tantas páginas que no
producen excitación sino que dan grima. Onanismo,
el lastre de la guerra civil, la aventura de la Luna, sobre esos tres
ejes se ejercita la memoria y el fraseo. Muñoz
Molina es el escritor que escribe bonito, que parece que esté
escribiendo para ganar el concurso anual
de
redacción provincial. Y de hecho lo ha ganado, es miembro de la Real
Academia. Pero
qué
poco hay de la verdadera excitación, la del lector atrapado en una
trama absorbente de
acciones peligrosas o pasiones desatadas,
o la del contemporáneo que se reconoce en la vida del personaje
central, o
incluso
la del adolescente angustiado que comprueba que su angustia es
compartida, que no es el único que
está descubriendo un mundo de angustia, temor y excitación. Todo
esta tan contenido, tan medido, tan esperable, sin una transgresión
que nos haga fruncir el ceño, que nos sacuda o nos haga templar,
dudar o escandalizarnos, que cuando llegamos al final y cerramos el
libro nos preguntamos, y todo esto para qué.
“Muge el becerro, el cerdo gruñe y hoza en su pocilga, algún ratón furtivo se desliza entre los montones de leña de olivo, y en el rincón, sobre la paja caliente, una de las gallinas acaba de depositar un huevo, un huevo de cáscara rubia, grande, con su forma tan precisa como una elipse planetaria. Cuando lo tomo con mucho cuidado entre mis dedos y luego lo cobijo en la palma de mi mano el huevo está caliente, tiene una temperatura ligeramente superior a la de mi piel, casi con un punto de fiebre”.
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