martes, 3 de septiembre de 2019

Qué vas a hacer


Antes de subir dicen su nombre por un altavoz. Llora. Cuando llego una cuidadora le pregunta por qué llora. Qué te pasa, le digo, mientras le atuso el pelo cano, como acaricio a mi nieto cuando le veo. Habéis venido los dos, dice, sin mirar, con la mirada baja. La joven cuidadora se echa para atrás, incómoda por esa asociación inesperada. Está sentada a la mesa del desayuno. Son las doce. La cuidadora dice que sus comidas se eternizan. Eso cuando quiere comer. El fin de semana pasado, en casa, se negaba. No cenó más que un yogur y porque me empeñé en dárselo yo. Se negaba a comer, a cambiar de posición allí donde estuviese. Costó hacerle levantar de la cama o del sofá para que diese un paseo, como si cualquier movimiento la perturbase, o la obligase a hacer un esfuerzo superior a sus fuerzas. Le preguntaba que qué pasaba y o no respondía o decía alguna frase extraña, incomprensible. Debería tomar nota de cada cosa que dice, pero entonces tengo la impresión de que no es ella lo que me importa, sino la situación, el caso, el suceso que protagoniza. Quizá dijera, ya viene. Y yo le preguntaba, quién y ella, ese hombre. Quién es ese hombre. Ese que me lleva. Reconstruyo, no sé si el diálogo fue exactamente así. Yo estaba pendiente de que se levantara, de que se moviera, de que se diera prisa porque nos teníamos que ir. De todos modos, cómo acceder a su mente. Qué sabemos de los demás, incluso de la propia madre. Especialmente de la propia madre, qué sabemos. Lo que nos dice, lo que vemos, las muestras de afecto o la falta de ellas, su trajín de siempre llevando la casa, moviendo las cosas, haciéndolas fácil para los demás, para los hijos. Pero qué cuentan las madres de lo que sucede en su interior, de lo que piensan, de sus verdaderos sentimientos. Al menos yo, no he sabido nada de eso. Nunca le he preguntado, nunca me lo ha dicho. La madre es algo dado, su amor se da por descontado, es incondicional. Estos últimos años a medida que me he ido ofreciendo como su bastón he hablado con ella más que nunca. Cuando doy paseos con ella por el campo, cogida de mi brazo, le hago preguntas sobre el pasado. Recuerda el pueblo vagamente, los vecinos, los animales que cuidaba, las duras labores del campo, menos la vida de ciudad. Qué recuerdas, le digo, ¿nada? Cuando piensas te vienen las cosas, dice. Su momento de esplendor, cuando sus niños eran pequeños, lo vivió en el pueblo. En cada estación le he hecho recordar sus ocupaciones. Cuando podía me contaba poco o nada, nunca ha sido de contar y ahora soy yo quien le hace recordar con las pocas cosas que compartimos porque yo me fui pronto, a los diez años. Es como si hubiese un hueco en su vida, un agujero que me gustaría rellenar, un secreto anterior a mí. Pero estoy especulando. Lo mismo, supongo, podría pensar ella de mí o pudo haberlo hecho porque ahora es evidente que no puede.

Le digo a Julia que he notado una caída muy grande estos días. Ha ido perdiendo fuerza, ha ido adelgazando, como si le faltase vigor para seguir. Juliame dice, demasiado para la enfermedad que tiene. Y mientras marchamos sobre la era reseca del pueblo pienso que es un privilegio que pueda caminar, aunque sea tan lentamente, apoyada en su cachava y en mi brazo. Un hombre oculto tras una visera protectora siega la hierba para dejar la era limpia para amontonar el grano. Ella dice algo de un guardia, le pregunto que qué guardia, pues ese, dice, aunque no señala, no sé si se refiere al hombre de la máscara o a uno de su imaginación. Creo que mezcla los tiempos y los espacios, el pasado y el presente, los lugares. Es constante estos días el que se refiera como reales a figuras de su imaginación. Me gustaría saber qué forma tienen y si le dicen algo, pero su voz es tan queda que solo oigo sonidos o alguna palabra suelta. Si le pido que me repita lo que acaba de decir, entonces su frase se queda a medias, atrancada.

El sol y un vientecillo agradable que viene del nordeste cambian su aspecto cuando le dan en la cara. Se recompone como los brotes verdes de las varas de álamo recién plantado, después de que talasen la chopera que hace pocos meses oíamos cantar a los acordes del viento en este mismo camino que ahora atravesamos. Caminamos lentamente, haciendo una parada de vez en cuando. No se le entrecorta la respiración pero su cuerpo se calienta como si el motor estuviese trabajando duro. Ha sustituido las frases por interjecciones, es lo que mejor se le da: jolín, pues anda. Si le pregunto si está cansada, dice, qué vas a hacer. Repasamos el diccionario de las cosas que vemos, el mundo concreto a nuestro alcance. Señalamos el color violeta del cardo que crece en el ribazo, las hierbecillas que se agitan a ras de tierra, un correlimos que se adelanta en el camino con su esprint característico. Con qué gusto va, dice. Cuando le señalo el agua de la pequeña represa del arroyo cubierto de verdín, dice, está planchado, tan tersa es la superficie del agua estancada cubierta de hongos, líquenes y algas. Es como si estuviese haciendo una terapia pero no ella, sino yo. Cuando estamos juntos me invade una sensación de quietud, de sosiego. de paz, de intemporalidad. El mundo queda reducido a su mínima expresión. No hay discusión ni comentario sobre los demás, tan solo el fluir de las cosas, del sol y el agua, el aire, la vida previa a la organización humana. Se lo digo, nombro, señalo, le muestro las cosas. Y el movimiento dice.

Pienso en voz alta: Este es el día más importante de su vida como es el día más importante de mi vida y como lo es para cualquiera que ha llegado hasta aquí, que ahora mismo está sobre la tierra. Así es, dice, como si estuviera atenta a mis pensamientos. Nada importa antes de ahora, tampoco importa qué vaya a pasar mañana.


No hay comentarios: