viernes, 19 de julio de 2019

Novela negra





Una buena novela negra es como un mecanismo de precisión. Todo tiene que encajar. En su desarrollo deben aparecer pistas, algunas engañosas para tratar de esquivar al lector listillo, el que quiere dejar en evidencia al autor, que miradas al final, cuando la solución del caso ha sido presentada, le hagan decir al lector, ah, pues sí. Pero no solo eso, en la novela negra, en general en la novela de género, hay una competición entre el autor y el lector, aquel tiene que demostrar que sabe más que este, al menos en el mecanismo de la trama, sea este el que sea, ya sea cómo funcionan las bandas de gánsteres, el mundillo de los clubs nocturnos, la vida interior de un partido político, la mente de un psicópata, la de un adicto o la del que padece una fobia. O al menos que sea verosímil. Los buenos autores estudian a fondo y dan detalles precisos del funcionamiento del contexto donde se desarrollan los hechos de la trama. Me vienen nombres: Philip Kerr, Raymond Chandler o Don Winslow. y Posteguillo, Le Carré en otros géneros. El lector los admira por eso, porque desconoce la escenografía que describe el autor, los detalles que él ha ido recopilando. Aunque en realidad saben poco del tema que muestran conocer, solo esos detalles intrascendentes, señuelos vistosos con los que el lector se conforma para dar crédito a lo que se le muestra. Hay otro tipo de autores que lo que hacen es envolver al lector en sus expectativas, no necesitan saber más que él, solo confirmarle sus pautas morales dividiendo el mundo entre los malos que ya se sabe quiénes son y los buenos que también. La actual novela negra está a rebosar de este patrón, a millares. No daré nombres. Su éxito es temporal, caerá en el olvido rápidamente. Muchos de esos autores en realidad escriben con las técnicas poco exigentes del best seller para lectores conformistas, que son la mayoría, por eso hablamos de best sellers. Hablar de literatura es otra cosa.

Una obra literaria no necesita ser un mecanismo de precisión sino otra cosa que el lector no espera y le sorprende. La sorpresa puede venir de muchos sitios, de la materia del lenguaje, de la música de las palabras, de la voz que habla en el libro, del río de la literatura que corre por ella o de lo que se cuenta, que quizá no sea novedoso pero sí lo es en la forma de contarlo. Una obra no es un tratado y no se preocupa por tanto de hacer un diagnóstico o una descripción precisa y menos una prescripción aunque algunos autores caídos en el olvido lo hayan intentado más de una vez. Una obra no se parece a nada, no responde a reglas cuando la leemos por vez primera, aunque luego si la releemos con afán analítico veamos pautas ocultas y referencias. La novela negra por contra no las oculta, al contrario responde a un código que a veces es visible y otras no tanto. Cuando cogemos una novela de género sabemos qué vamos a leer, queremos que Julio César pase el Rubicón y derrote a sus enemigos, que el espía a pesar de sus flaquezas al final desenmascare al enemigo, que los capitostes nazis acaben perdiendo la partida, que los malos mueran en el tiroteo o acaben entre rejas. La obra literaria, por el contrario, rompe nuestras expectativas, salvo que lo que deseemos es que nos sorprendan, la obra maestra es única porque crea sus propias reglas, porque absorbiendo la tradición la renueva o le da un revolcón. En la mesa ante el plato los los olores, los sabores que van apareciendo son nuevos, únicos, inesperados, pero puede que tras la degustación cojamos una salmonelosis y tengan que hospitalizarnos.

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