Durante
mucho tiempo ser escritor era un oficio que era al mismo tiempo una
forma de vida. Como las experiencias tenían que ver con la vida de
escritor escribir se convertía en la misma manifestación de la
vida, no se deslindaba una cosa de otra. La quintaesencia de eso modo
de concebir la encontramos en la literatura francesa, ya desde los
tiempos de Montaigne, y después en Proust y en Gide, en Malraux y en
Sartre y más recientemente en Modiano y en Houellebecq, cada uno con
una forma propia de concebir la escritura engarzada en la vida. A eso
lo llamamos estilo. Sin embargo, hay escritores cuyo empeño es
transparentar la vida, que el fluir de esta aparezca en la escritura
de tal modo que el lector crea que la está viendo en las líneas que
se suceden sin intermediación, como si el trabajo de selección y
depuración del oficio de escribir no hubiese existido antes de la
publicación. Quizá este escribir sin estilo es la cima del oficio
de escribir, llegar a esa maestría requiere años de experiencia y
horas diarias de el taller en el que el escritor vive.
Patrick
Modiano es un ejemplo. Vida y escritura son en su caso inextricables
y su estilo trasparente. Hijo de padres, judío y actriz, que en los
años de la ocupación viven en el inframundo (pegre) de la
supervivencia a cualquier coste, clandestinidad y colaboración,
contrabando y delación, derroche y amor a los libros (Maurice Sachs)
Modiano, nacido en el mismo año de la liberación, abandonado por
padre y madre a los cuatro años, con escasos momento de afecto,
recibe un mundo en el que se ve depositado y que se convertirá en
escritura. Infancia, juventud complicadas, sin afectos, de un lado
para otro. Sarna. Internados, cárcel. Adicto al éter. Huidas.
Robos. Falsifica dedicatorias de escritores famosos.
Las
novelas de Modiano son como capítulos de una única historia que
discurre en París. Una historia ligada a su propia vida que trata de
reconstruir con su memoria, Como reconoce en Recuerdos durmientes
lleva un cuaderno donde anota frases, nombres o circunstancias que su
oído ha captado en un café, en la calle o en el metro. Cuando
inicia un libro anuda esa notaciones, tratando de rellenar los huecos
y convirtiéndolas en historias con sentido.
Así
esa Genevieve Dalame que vivía en una habitación de hotel con la
que se encontraba a menudo por la mañana antes de que ella entrase a
trabajar en las oficinas de Pathe. Le pone en contacto de Madelaine
Peraud, cuya casa visitan, una seguidora de los grupos de Gurdjieff. O Madame
Huberson amiga de Madelaine Peraud. La ve tres o cuatro veces. La
última en La Passée. Le ofrece un vaso de ginebra. Lo sube a un
taxi para ir hasta Versalles. Luego el prota la abandonará en un semáforo. Así va enlazando las historias en el río del continuo fluir de la vida.
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