Arranco
una florecilla de la hierba, se la doy, le cuesta encontrar el tallo.
Se queda mirándola sin decir nada. Piensa o lo parece, habla, se
mueve con lentitud, una lentitud extrema, enemiga del tiempo, como si
hubiese llegado al final y nada importase. Luego arranco una
margarita, para cogerla deja la otra con cuidado sobre su vestido. Le
pregunto cómo se encuentra. Balbucea, como si las palabras no fuesen
suyas y las tuviese que sacar a tirones de algún cajón. Más le
cuesta enhebrarlas, hacer un rosario, formar una frase
con sentido. Ni siquiera ayudando por mi parte las lleva a término.
Se ha producido una desconexión entre su mente y sus labios o quizá
en su mente solo haya confusión o nada.
Me
ha costado levantarla de la butaca donde estaba sentada. Se
tambaleaba. Ni siquiera el bastón que siempre usa le servía. He
tenido que utilizar los dos brazos para conducirla, uno sobre su
hombro derecho, el otro sobre su brazo izquierdo. Hemos bajado a la
calle, a paso muy lento, con el doble apoyo ha ido caminando hasta un
soto del pueblo, junto al antiguo lavadero que desagua un hilo muy
fino de agua. He cubierto su cabeza con un pañuelo para protegerla
del sol intenso. La he sentado bajo el airecillo de un
desmayo, inclinada hacia adelante con el cuerpo torcido, como si el
cuerpo ya no le sirviese y la mente estuviese en otro sitio, quizá
en ninguna parte. Le he hablado de las flores que pintaban el césped,
del calor del día, de si tenía algún dolor en la pierna derecha
que arrastraba al caminar. Desfalleciente, nunca la había visto como
hoy. Al volver la he llevado a la enfermera. La tensión algo baja,
también el peso, el azúcar bien. El viernes pasado hicimos una
larga caminata, hoy muy pequeña. La enfermera me ha explicado la
evolución de casos semejantes, el agotamiento, la disminución.
La
naturaleza hace su trabajo inmisericorde, sigue su curso. La
humanidad es otra cosa. No puedo disociarme de lo que le ocurre. Cómo
salir indemne.
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