El
camino nos va llevando a Oporto por pequeños pueblos, algunas
pistas, pocas, y carreteras locales. De las iglesias blancas,
encaramadas a alguna elevación, pasamos en esta comarca del Aveiro a
iglesias revestidas de azulejos, un arte con el que Portugal se
identifica en todas las épocas históricas. Se ven por doquier, en
interiores y exteriores, como paños de las casas para protegerlas de
la humedad y cubriendo las bóvedas con historias religiosas o de
exaltación nacional, en el metro de Lisboa y en las fachadas
populares del centro de Oporto. Lisboa cuenta con un museo dedicado
al tema.
Tan
solo pasamos por un paraje de cierta dificultad, echando pie a tierra
en alguna ocasión, antes de llegar a Oporto. Un bello y umbroso
bosque de eucaliptos y helechos con senderos angostos y alguna bajada
algo complicada.
La
ciudad del día era, por supuesto, Oporto, que contemplamos desde el
otro lado del Duero, desde la magnífica vista que ofrece el alto del
Mosterio da Serra do Pilar, en Vila Nova de Gaia. No hay vista mejor
en todo el viaje, el río ondulante a los pies y enfrente la ciudad
apretujada sobre colinas. Luego atravesamos la larga avenida que nos
llevó al centro de la ciudad, a la Sé do Porto, la catedral de
origen románico, pero también gótica y barroca, donde confluyen
turistas y peregrinos.
No
había posibilidad de pernoctar en Oporto. Comimos un plato del día
rico y barato y seguimos ruta con una larguísima salida de la ciudad
en dirección a Vilarinho (Maciera da Maia), otro pueblo pequeño sin
más historia que la de un albergue cómodo, Casa da Laura, con una
gran habitación para nosotros solos y un menú, ay, en el bar de al
lado, cocinado por una señora muy mayor con poco gusto para preparar
el plato de macarrones que ofrecía.
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