viernes, 14 de junio de 2019

De paso por Oporto



El camino nos va llevando a Oporto por pequeños pueblos, algunas pistas, pocas, y carreteras locales. De las iglesias blancas, encaramadas a alguna elevación, pasamos en esta comarca del Aveiro a iglesias revestidas de azulejos, un arte con el que Portugal se identifica en todas las épocas históricas. Se ven por doquier, en interiores y exteriores, como paños de las casas para protegerlas de la humedad y cubriendo las bóvedas con historias religiosas o de exaltación nacional, en el metro de Lisboa y en las fachadas populares del centro de Oporto. Lisboa cuenta con un museo dedicado al tema.


Tan solo pasamos por un paraje de cierta dificultad, echando pie a tierra en alguna ocasión, antes de llegar a Oporto. Un bello y umbroso bosque de eucaliptos y helechos con senderos angostos y alguna bajada algo complicada.


La ciudad del día era, por supuesto, Oporto, que contemplamos desde el otro lado del Duero, desde la magnífica vista que ofrece el alto del Mosterio da Serra do Pilar, en Vila Nova de Gaia. No hay vista mejor en todo el viaje, el río ondulante a los pies y enfrente la ciudad apretujada sobre colinas. Luego atravesamos la larga avenida que nos llevó al centro de la ciudad, a la Sé do Porto, la catedral de origen románico, pero también gótica y barroca, donde confluyen turistas y peregrinos.


No había posibilidad de pernoctar en Oporto. Comimos un plato del día rico y barato y seguimos ruta con una larguísima salida de la ciudad en dirección a Vilarinho (Maciera da Maia), otro pueblo pequeño sin más historia que la de un albergue cómodo, Casa da Laura, con una gran habitación para nosotros solos y un menú, ay, en el bar de al lado, cocinado por una señora muy mayor con poco gusto para preparar el plato de macarrones que ofrecía.


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