“Al empujar a otras especies a la extinción, la humanidad se afana en cortar la rama que la sostiene” (Paul Ehrlich).
Después
de varios intentos por darle nombre a la cosa, fue Paul Crutzen, un
químico especialista en la capa de ozono, quien dio con la etiqueta,
Antropoceno. Pero, ¿qué abarca su significado, está justificada
para definir un entero periodo geológico y, más que eso, para
explicar un evento comparable a los que solo en cinco ocasiones
anteriores, en los últimos 500 millones de años, ocurrieron hasta
casi extinguir en cada uno la vida sobre la tierra?
Si
atendemos a la reciente extinción de la megafauna, un proceso aún
en desarrollo, podemos asegurar que el homo sapiens ha tenido mucho
que ver. Los últimos moas, unas aves no voladoras, endémicas de
Nueva Zelanda, Dinornis robustus y Dinornis novaezelandiae,
con una altura de unos 3,6 m, cuello largo y aproximadamente 230 kg,
desaparecieron en la época de Leonardo da Vinci. Las aves elefante y
los lémures gigantes no llegaron más acá de los días de Ricardo
Corazón de León. Para encontrar un mastodonte, un perezoso gigante
o un mamut americanos hay que remontarse 20.000 años y un Diprotodon
optatum australiano, el mayor marsupial de todos los tiempos,
40.000 años. Cada uno de esos episodios está asociado a las
migraciones del homo sapiens: los humanos llegaron primero a
Australia, hace 50.000 años, mucho más tarde al continente
americano, y unos pocos miles de años atrás a Madagascar y Nueva
Zelanda. No se quiere decir que los humanos exterminaran con placer y
violencia la megafauna, sino que el modo de vida, la tecnología del
homo sapiens, hizo que la convivencia con especies que llevaban
millones de años sobre la tierra fuera imposible. Otra historia es
la del alca gigante, un metro de alto y cinco kilos, un ave confiada
incapaz de volar pero buena buceadora, apaleada a placer por los
marinos árticos que arramblaban con su carne y huevos. La última
pareja murió en 1844 a manos de unos pescadores islandeses que
recibían la paga de un coleccionista danés a cambo de su piel para
disecarla. Los grandes mamíferos vivían en el límite de su
reproducción. Ser grande y reproducirse lentamente fue un éxito
durante millones de años. El hombre cambió las reglas en el juego
de la supervivencia. Las consecuencias son devastadoras, la
desaparición de la megafauna australiana ha cambiado el paisaje, la
flora y la fauna, del bosque húmedo al seco. No solo la gran fauna
se extinguió, también otras especies de hombres, neanderthal,
denisovano, floresiensis se extinguieron en competencia con los
humanos actuales, como ahora están en peligro nuestros primos, los
chimpancés y los orangutanes.
Pero
hay algo más en la definición de antropoceno. El hombre ha
resultado ser la especie invasora que más ha trastocado los
ecosistemas preexistentes. Ha trasportado consigo otras especies tan
abrasivas como ella, unas veces de forma voluntaria, la culebra
arbórea en Guam, los conejos en Australia, los estorninos en la
costa este de EE UU, otras involuntariamente, pero igualmente
letales, las ratas en la isla de Pascua, el hongo quitridio que acaba con los anfibios americanos, o el de nariz blanca, con los
murciélagos y ha unificado la geografía con las migraciones y el
comercio global, ha creado islas con el trazado de autopistas, talas
masivas o plantaciones de soja, ha acidificado el océano poniendo en
grave peligro la existencia de los corales con la combustión de los
combustibles fósiles y en ocasiones por el mero lucro, con la caza
furtiva, pone en peligro la vida de los paquidermos.
Lo
que tiene de particular este evento es la rapidez con la que se
produce. Por ejemplo, en Hawái llega una especie invasora cada mes,
antes de la llegada de los humanos, lo hacía una vez cada 10.000
años. La consecuencia, miles de especies endémicas extinguidas. No
hubo un tiempo, concluía Elizabeth Kolbert en su La sexta
extinción, en que el hombre viviera en armonía con la
naturaleza. Ahora sembramos el terror entre los seres vivos.
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