Como
cuando sacudes la cabeza para reabrir los párpados mientas ves una
peli a las 12 de la noche o te pellizcas ante un conferenciante
plomizo a las tres de la tarde para mantenerte en vigilia o cuando
fijas la mirada impasible, un poco por encima de sus ojos, en un
conocido reencontrado que habla, habla y habla sin que haya manera de
detenerlo, así mi lectura de esta novela. Me he obligado a leerla
por compromiso, como esas insufribles felicitaciones navideñas que inundan los grupos de whatsapp, pero mi imaginación se iba y se iba. No se trata de
que me haya sentido expulsado de la novela por ser hombre, aunque la
escritora afirme que, en
sus ficciones, prefiere a los hombres muertos, pues todo animal
con dos patas que corre con vida por esta novela son mujeres: una
madre, dos hijas y una tía en una familia, una madre y una hija, en
otra, y una bebé en una tercera, más otras dos niñas de una de las
hijas de la primera familia. Una opción válida, por otro lado,
siempre que se tenga algo que decir. De los tres hombres que
aparecen, uno murió, el segundo muere y el tercero está muerto en
vida, hay un cuarto, de atrezzo, un médico llorón. Hay un montón
de novelistas mujeres hablando de mujeres que he leído y admiro.
Entre las grandes de ahora mismo, cito solo dos: Alice Munro y Rachel
Cusk. Tampoco me ha expulsado su extensión, no es una novela
extensa. Al contrario, 190 páginas, letra no menuda, capítulos
cortos con generosas separaciones en blanco. No es experimental, su
léxico no es rebuscado ni la sintaxis trabajada. Fluye. La editorial
es conocida, con autores famosos en su catálogo. ¿Entonces?
Misterios de la edición. O quizá he perdido la sensibilidad, secada
por tanta lectura.
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