El
día es gris. Por las losas de las calles resbala el agua de la
noche. La gente se arrebuja en sus existencias estancas, un
hormiguear con rumbo indefinido, como recién salidos de un
naufragio. El edificio fue construido décadas atrás, la fachada con
un ladrillo amarronado, sucio. Me abre la puerta de forja y de
cristal un hombre que parece el conserje, pero no lo es. Aparto raudo
la vista de su cara, parece haber salido de walking dead. Una
luz enfermiza cuelga del habitáculo del conserje, la puerta abierta,
vacío. El minúsculo ascensor renquea comatoso, como si estuviese
sopesando dejarme tirado entre el cuarto y el quinto. Me deja en el
séptimo. Lúgubres pasillos, puertas con picaporte dorado,
antiguamente barnizadas. Empujo la primera. Mis buenos días suenan
como el estallido de un trueno en una tarde adormecida. Alguien
musita una respuesta inaudible. Entro en una pieza extraña, suelo de
terrazo, de fórmica las puertas, neón, paredes empapeladas en un
crema desgastado, un tablón de anuncios que exige DNI para ciertos
trámites, un mostrador ancho y largo, con distintos niveles para
depositar pertenencias que no se deben poner sobre la barra principal
y, tras él, una mujer con gafas cuadradas, pelo lacio sobre los
hombros, jersey de pico, delante de una pantalla de letras blancas
sobre fondo azul oscurecido, mal iluminada. Un hombre mayor remueve
calderilla en el bolsillo trasero de su pantalón. Ha de pagar
treinta con sesenta y cinco. No he previsto tal exactitud, tendré
que volver mañana. A una mujer con el pelo moldeado por rulos le
dicen que esta no es su planta, que ha de bajar al tercero. Otra
espera, de pie. La miro de reojo, parece guapa, algo menos de
cuarenta, pero cuando se acerca al mostrador y me da la espalda veo
sus piernas arqueadas, sinuosas, las botas de piel negra con flores
vistosas, el bolso colgado del hombro derecho con una cadera de
arandelas metálicas. Se puede ser guapa y fea al mismo tiempo,
pienso, arreglándose de mala manera, cultivando el mal gusto.
Sentada junto a mí, en una sofá de escay negro, una chica con la
sonrisa congelada remueve papeles. A través de una puerta abierta se
adivina un interior principal. Muebles añejos, barniz oscurecido,
una ristra de fotografías y títulos enmarcados en plata sobre su
superficie. Al fin, me atiende la mujer de rostro serio y agrietado.
Me informa, vuelva usted mañana.
La
vieja ciudad tiene prestancia, muchas cosas parecen nuevas, el cauce
los ríos, los arriates florecidos, edificios acristalados y nuevos,
los viejos remozados. Por las calles pululan jóvenes, turistas con
cierta elegancia en el vestir, lejos del descuido de las ciudades con
playa. Pero hay interiores detenidos, hombres, mujeres, profesiones a
los que alguna vez has de recurrir, como si desandaras cincuenta años
y toparas con un tiempo que creías haber dejado atrás. Te achantas,
tu voz flaquea, disminuido por algo que crees superior a ti, más
grande, con más poder, no sólo tú todos asumen esa inferioridad,
hasta que esos hombres te atienden y ves que están hechos de la
misma madera inconsistente, y, si te atreves y levantas los ojos, ves
que también en ellos anida la tristeza. Ni pateando con furia el
suelo de terrazo o golpeando las paredes empapeladas o el viejo
mostrador conseguirías remover el polvo acumulado.
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