lunes, 12 de noviembre de 2018

Registro




           El día es gris. Por las losas de las calles resbala el agua de la noche. La gente se arrebuja en sus existencias estancas, un hormiguear con rumbo indefinido, como recién salidos de un naufragio. El edificio fue construido décadas atrás, la fachada con un ladrillo amarronado, sucio. Me abre la puerta de forja y de cristal un hombre que parece el conserje, pero no lo es. Aparto raudo la vista de su cara, parece haber salido de walking dead. Una luz enfermiza cuelga del habitáculo del conserje, la puerta abierta, vacío. El minúsculo ascensor renquea comatoso, como si estuviese sopesando dejarme tirado entre el cuarto y el quinto. Me deja en el séptimo. Lúgubres pasillos, puertas con picaporte dorado, antiguamente barnizadas. Empujo la primera. Mis buenos días suenan como el estallido de un trueno en una tarde adormecida. Alguien musita una respuesta inaudible. Entro en una pieza extraña, suelo de terrazo, de fórmica las puertas, neón, paredes empapeladas en un crema desgastado, un tablón de anuncios que exige DNI para ciertos trámites, un mostrador ancho y largo, con distintos niveles para depositar pertenencias que no se deben poner sobre la barra principal y, tras él, una mujer con gafas cuadradas, pelo lacio sobre los hombros, jersey de pico, delante de una pantalla de letras blancas sobre fondo azul oscurecido, mal iluminada. Un hombre mayor remueve calderilla en el bolsillo trasero de su pantalón. Ha de pagar treinta con sesenta y cinco. No he previsto tal exactitud, tendré que volver mañana. A una mujer con el pelo moldeado por rulos le dicen que esta no es su planta, que ha de bajar al tercero. Otra espera, de pie. La miro de reojo, parece guapa, algo menos de cuarenta, pero cuando se acerca al mostrador y me da la espalda veo sus piernas arqueadas, sinuosas, las botas de piel negra con flores vistosas, el bolso colgado del hombro derecho con una cadera de arandelas metálicas. Se puede ser guapa y fea al mismo tiempo, pienso, arreglándose de mala manera, cultivando el mal gusto. Sentada junto a mí, en una sofá de escay negro, una chica con la sonrisa congelada remueve papeles. A través de una puerta abierta se adivina un interior principal. Muebles añejos, barniz oscurecido, una ristra de fotografías y títulos enmarcados en plata sobre su superficie. Al fin, me atiende la mujer de rostro serio y agrietado. Me informa, vuelva usted mañana.

           La vieja ciudad tiene prestancia, muchas cosas parecen nuevas, el cauce los ríos, los arriates florecidos, edificios acristalados y nuevos, los viejos remozados. Por las calles pululan jóvenes, turistas con cierta elegancia en el vestir, lejos del descuido de las ciudades con playa. Pero hay interiores detenidos, hombres, mujeres, profesiones a los que alguna vez has de recurrir, como si desandaras cincuenta años y toparas con un tiempo que creías haber dejado atrás. Te achantas, tu voz flaquea, disminuido por algo que crees superior a ti, más grande, con más poder, no sólo tú todos asumen esa inferioridad, hasta que esos hombres te atienden y ves que están hechos de la misma madera inconsistente, y, si te atreves y levantas los ojos, ves que también en ellos anida la tristeza. Ni pateando con furia el suelo de terrazo o golpeando las paredes empapeladas o el viejo mostrador conseguirías remover el polvo acumulado.


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