miércoles, 24 de octubre de 2018

MORI Digital Art Museum



No lo abatieron
ni las lluvias de mayo.
¡Templo de luz!
(Basho)   

           En Tokio, en su bahía, han construido una gran isla artificial: hoteles, miradores, salas de congresos, paseos y de noche mucha luminaria. Hay una enorme noria que, en la distancia nocturna, ofrece figuras de colores cambiantes muy vistosa. Justo debajo está el MORI, el museo tecnológico digital, una de las atracciones recientes de la ciudad.

                De entrada, impresiona. Un colorido de figuras en movimiento llena el espacio dando la sensación de inmersión en una atmósfera entre fantasmagórica y futurista, como si uno entrase en una realidad virtual y se convirtiese en protagonista. Durante minutos esa sensación de maravilla no decae, vamos cambiando de sala y de ambiente, de figuraciones y colorido, la gente sonríe, se mueve, acompaña los movimientos de las figuras, utiliza el vídeo y la fotografía sin parar para captar ese chute que une tecnología y cuerpo. Pero uno espera que al cambiar de sala la sorpresa sea mayor, que no se agote la novedad y así parece y se deja uno llevar. Pero la tecnología tiene límites, también la creatividad. Hay una sala de los focos, por llamarla así, en la que la luz alcanza un instante místico, a poco que uno ponga de su parte en la inmersión. Una miríada de luces barren el espacio en todas las direcciones, formando geometrías movidas por una música rítmica hasta el punto de que en sus variaciones parece que en algún momento se llegue a la curvatura de la luz y uno, incorpóreo, se diluya en ella. Es la cumbre, luego el aguante y la emoción decaen. Tres horas he caminado experimentando la perplejidad, la lluvia de luz, el cansancio. Un derroche de focos, cacharros, filtros, pero sin una narración que dé continuidad a la exposición de luz y color, que vaya más allá del efecto inmediato y sitúe la tecnología en la sociedad que la produce, la representación es simple o ni siquiera existe. Nada que supere, en todo caso, a los vídeos de Bill Viola.

                De vuelta hacia el hotel para ir al aeropuerto hemos cogido un monorrail sin conductor. En el primer vagón, allí donde debería haber alguien a los mandos, flotando sobre la ciudad moderna, entre miles de rascacielos, puentes sobre anchos ríos y barrios tan distintos en sus geometrías que se parecen como gotas  de agua, se nos ha abierto la ciudad, en la despedida, para contemplar su maravilla y fotografiarla a placer.

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