“Por eso os rogamos que haya paz para los dioses patrios… Es razonable considerar único lo que todos honran. Contemplamos los mismos astros, el cielo es común a todos, nos rodea el mismo mundo. ¿Qué importancia tiene con qué doctrina indague cada uno la verdad?”. (Símaco, 408 dc, ante la destrucción de los templos paganos).
Los
cristianos construyeron su imperio sobre el victimismo. El imperio
romano, bajo los emperadores Decio, Valeriano y Diocleciano, los
persiguió durante décadas. Arresto y tortura, confiscación de
bienes, leones que les desgarraban en el circo, soldados y
funcionarios lujuriosos que desnudaban y violaban a jóvenes y
hermosas cristianas. Durante el siglo tercero y comienzos del cuarto,
llenaron un santoral de mártires que aún perduran en el calendario,
cada uno en una biografía legendaria donde se destaca el furor
violento de los paganos y los detalles de la afrenta. Así, en un
relato de Prudencio, un juez ordena que se coloque a un cristiano en
el potro “hasta que, rotas las junturas de los huesos, castañeteen
sueltos unos de otros. Después, con azotes profundos, dejad patentes
los huesos de las costillas hasta que por las hendiduras de los
desgarros se vea al descubierto el palpitar del corazón”. Sin duda
esa habilidad para la propaganda, sangre, horror y compasión, que
tanto ha sido imitado en la posterioridad contribuyó a las
conversiones. Se dice que en el periodo anterior a Constantino, el
primer emperador cristiano, un diez por ciento de la población
romana, que por entonces sumaba 60 millones, era cristiana y que a
finales del siglo IV, tras el edicto de Milán, ya lo era entre el 70
y el 90 por ciento. El cristianismo es pues una religión de
víctimas. “La cristiandad llegó a verse a sí misma con gran
orgullo como una iglesia perseguida”. Lo que no se ha tenido en
cuenta es que también lo es, o lo ha sido, de perseguidores, entre
los que se encuentran buena parte de los aupados al santoral. Teófilo
de Alejandría, que azuzó a sus seguidores para destruir el
edificio más bello de la humanidad, el Serapeo, Juán Crisostomo, de
verbo encendido, Martín de Tours, el de la capa, y Agustín, el
filósofo de las confesiones, están detrás de la destrucción de
innumerables templos paganos. Catherine Nixey sostiene en La edad
de la penumbra que fue el cristianismo victorioso del siglo III
el que acabó con la libertad de culto, entregándose en ese siglo a
una furia destructiva que acabaría con la antigüedad clásica.
Ese
una tesis fuerte, que el cristianismo acabó con el mundo antiguo.
Tras haber sido perseguidos, pero no tanto como asegura la
martirología cristiana, los cristianos se convirtieron en
perseguidores, primero mediante el chantaje emocional ofreciendo la
salvación o la condena eterna, después, cuando los emperadores
cristianos ordenaron el fin de los sacrificios y festivales paganos,
la destrucción de libros y bibliotecas y el bautismo obligatorio y,
por fin, cuando Justiniano dicta una ley que prohíbe “enseñar a
los filósofos que sufrían la locura del paganismo”, el fin del
propio pensamiento libre. Esto sucedió en el 529, cuando el último
filósofo de la Academia, Damascio, abandonó Atenas. Por fin se
cumplía lo que un siglo antes había anunciado Juán Crisóstomo:
los escritos de los griegos “han perecido y han sido eliminados”.
La ruina de la sociedad romana no sucedió de un día para otro pero
poco a poco la forma de vida cambió, el ascetismo y oscuridad
transmitidas por los monjes vestidos de negro y el miedo que
instigaban grupos violentos como los parabalanos o circunceliones
penetró en la ciudad hasta llevarla a la Edad Oscura.
Cabe
preguntar sobre la fiabilidad de las fuentes de la autora, la mayoría
inferencias en negativo de los propios textos cristianos. Minimiza la
persecución sufrida por los cristianos en los breves periodos de los
emperadores citados y en cambio da una importancia extrema a la
destrucción cristiana que habría acabado con la cultura clásica.
El 90% de la literatura griega se pierde entonces y el 99% de la
latina, afirma, aunque para avalar tal aseveración ofrece la opinión
de un estudioso, nada más. En su recuento solo existen dos colores,
el blanco y el negro. Y los autores cristianos del periodo que han
gozado de predicamento intelectual se convierten en su lectura en
incitadores de la destrucción, que no solo abatía los templos sino
también las vidas de quienes los defendían, porque detrás de los
templos, en el interior de las estatuas clásicas se escondía el
demonio.
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