viernes, 21 de septiembre de 2018

La edad de la penumbra, de Catherine Nixey




Por eso os rogamos que haya paz para los dioses patrios… Es razonable considerar único lo que todos honran. Contemplamos los mismos astros, el cielo es común a todos, nos rodea el mismo mundo. ¿Qué importancia tiene con qué doctrina indague cada uno la verdad?”. (Símaco, 408 dc, ante la destrucción de los templos paganos).

         Los cristianos construyeron su imperio sobre el victimismo. El imperio romano, bajo los emperadores Decio, Valeriano y Diocleciano, los persiguió durante décadas. Arresto y tortura, confiscación de bienes, leones que les desgarraban en el circo, soldados y funcionarios lujuriosos que desnudaban y violaban a jóvenes y hermosas cristianas. Durante el siglo tercero y comienzos del cuarto, llenaron un santoral de mártires que aún perduran en el calendario, cada uno en una biografía legendaria donde se destaca el furor violento de los paganos y los detalles de la afrenta. Así, en un relato de Prudencio, un juez ordena que se coloque a un cristiano en el potro “hasta que, rotas las junturas de los huesos, castañeteen sueltos unos de otros. Después, con azotes profundos, dejad patentes los huesos de las costillas hasta que por las hendiduras de los desgarros se vea al descubierto el palpitar del corazón”. Sin duda esa habilidad para la propaganda, sangre, horror y compasión, que tanto ha sido imitado en la posterioridad contribuyó a las conversiones. Se dice que en el periodo anterior a Constantino, el primer emperador cristiano, un diez por ciento de la población romana, que por entonces sumaba 60 millones, era cristiana y que a finales del siglo IV, tras el edicto de Milán, ya lo era entre el 70 y el 90 por ciento. El cristianismo es pues una religión de víctimas. “La cristiandad llegó a verse a sí misma con gran orgullo como una iglesia perseguida”. Lo que no se ha tenido en cuenta es que también lo es, o lo ha sido, de perseguidores, entre los que se encuentran buena parte de los aupados al santoral. Teófilo de Alejandría, que azuzó a sus seguidores para destruir el edificio más bello de la humanidad, el Serapeo, Juán Crisostomo, de verbo encendido, Martín de Tours, el de la capa, y Agustín, el filósofo de las confesiones, están detrás de la destrucción de innumerables templos paganos. Catherine Nixey sostiene en La edad de la penumbra que fue el cristianismo victorioso del siglo III el que acabó con la libertad de culto, entregándose en ese siglo a una furia destructiva que acabaría con la antigüedad clásica.

           Ese una tesis fuerte, que el cristianismo acabó con el mundo antiguo. Tras haber sido perseguidos, pero no tanto como asegura la martirología cristiana, los cristianos se convirtieron en perseguidores, primero mediante el chantaje emocional ofreciendo la salvación o la condena eterna, después, cuando los emperadores cristianos ordenaron el fin de los sacrificios y festivales paganos, la destrucción de libros y bibliotecas y el bautismo obligatorio y, por fin, cuando Justiniano dicta una ley que prohíbe “enseñar a los filósofos que sufrían la locura del paganismo”, el fin del propio pensamiento libre. Esto sucedió en el 529, cuando el último filósofo de la Academia, Damascio, abandonó Atenas. Por fin se cumplía lo que un siglo antes había anunciado Juán Crisóstomo: los escritos de los griegos “han perecido y han sido eliminados”. La ruina de la sociedad romana no sucedió de un día para otro pero poco a poco la forma de vida cambió, el ascetismo y oscuridad transmitidas por los monjes vestidos de negro y el miedo que instigaban grupos violentos como los parabalanos o circunceliones penetró en la ciudad hasta llevarla a la Edad Oscura.

          Cabe preguntar sobre la fiabilidad de las fuentes de la autora, la mayoría inferencias en negativo de los propios textos cristianos. Minimiza la persecución sufrida por los cristianos en los breves periodos de los emperadores citados y en cambio da una importancia extrema a la destrucción cristiana que habría acabado con la cultura clásica. El 90% de la literatura griega se pierde entonces y el 99% de la latina, afirma, aunque para avalar tal aseveración ofrece la opinión de un estudioso, nada más. En su recuento solo existen dos colores, el blanco y el negro. Y los autores cristianos del periodo que han gozado de predicamento intelectual se convierten en su lectura en incitadores de la destrucción, que no solo abatía los templos sino también las vidas de quienes los defendían, porque detrás de los templos, en el interior de las estatuas clásicas se escondía el demonio.


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