martes, 29 de mayo de 2018

Horas en una biblioteca, de Virginia Woolf


           Qué se ha de esperar de un gran escritor, qué escriba bien, qué domine la lengua o hacernos ver aquello que sólo él ve, que está ahí, que es importante para nuestras vidas. Para Virginia Woolf, el mayor novelista que ha existido ha sido Dostoievski. Dostoievski tuvo una vida difícil y desordenada. Su padre era un borracho al que sus siervos ahogaron con un cojín en un carruaje debido a su salvajsmo, sus hermanos acabaron mal, dos alcohólicos y su hermana, cerca de la demencia, fue asesinada. Él mismo sobrevivió a una condena a muerte en Siberia, y le costaba controlar su pasión por el juego. La relación con las mujeres que pasaron por su vida fue complicada, se casó y ambos tuvieron amantes. Se dice de Dostoievski que no dominaba el ruso, debido a su ascendencia lituana, pero escribió extraordinarias novelas que vuelven una y otra vez a desvelarnos el monstruo que habita en nuestro interior. No escribía bien, pero su experiencia le daba una visión sobre la realidad que ningún otro escritor ha mostrado. “A partir del intrincado laberinto de sus emociones construye Dostoievski su propia versión de la vida”.
Entre todos los escritores, solo Dostoievski, posee el poder de reconstruir los maleables y complejos estados de ánimo, de volver a pensar y seguir todo el recorrido a toda velocidad, sea a medida que destella e ilumina, sea a medida que se subsume en la oscuridad, pues tiene plena capacidad no solo de seguir el vívido decurso del pensamiento logrado, sino también de sugerir ese submundo en penumbra, populoso, que confronta el trasfondo de la conciencia, allí donde deseos e impulsos se mueven a ciegas bajo el subsuelo”.
         Por eso se enfada Virginia cuando en una antología de prosa inglesa se dejan de lado a sus principales novelistas en favor de brillantes prosistas, como si al entrar en una cocina alabásemos los brillos del cobre y la blancura de las cerámicas sin mencionar los guisos que de allí salen. Novelistas, pero los también poetas estaban ausentes,
“Viendo caer las hojas muertas en otoño quizá recordemos que Tennyson ha fraguado la frase que buscamos, ‘oro volandero de bosques en ruinas', pero si es el espíritu del otoño lo que ansiamos encontrar recurrimos a Keats. Tiene el estado de ánimo, aunque carezca del detalle… Las mejores descripciones son las menos precisas, y representan lo que vio el poeta con los ojos cerrados al paisaje, cuando este se fundía irremisiblemente con su estado de ánimo”.
         Ese espíritu lo encuentra Virginia en Thoureau, su escritor predilecto, quizá porque en la manera de enfocar la vida del filósofo americano reconocía su propia aspiración, “sencillez, sencillez, sencillez”. Antes ha abordado sin mucho entusiasmo al maestro de Thoureau, Emerson, al que ve como un escritor enfático demasiado pendiente de la posteridad: “Cuando piso el barro con las botas sucias, me envuelve la percepción de mi propia inmortalidad”. En cambio, el discípulo, cuando tuvo que optar entra la vía comunitaria o la vía retirada que proponía el trascendentalismo emersoniano, optó por lo segundo. “Tenía verdadero genio para no moverse de casa”, decía de sí mismo Thoureau, antes de construir su cabaña en Walden, escribir sus diarios y proponer una visión naturalista de la existencia:
afrontar solamente los hechos esenciales de la vida, y ver si no podría aprender qué enseñanzas podrían impartirme, en vez de, cuando me llegara la hora de la muerte, descubrir que no había vivido”.
         Esto y mucho más cuenta Virginia Woolf en el conjunto de ensayos que se recogen en este libro, un escritora de vívida inteligencia y ningún dogmatismo.

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