jueves, 19 de abril de 2018

Ese cerro inabordado




                Tengo un magnífico observatorio a mi alcance. No tengo más que subir cien metros para sentarme en un taburete de piedra, bajo un pino, y observar el cosmos que se abre generoso ante mí. Enfrente hay un cerro redondo con su poste indicativo y su leyenda que explica lo que tengo delante. He estado a 4.000 y a 5.000 metros de altura en otros continentes pero ese pequeño cerro no lo he abordado. La prisa. Siempre me he sentido urgido, es mi carácter. He creído que llegaría tarde a cada una de las cosas que he ansiado y así ha sido, las he emprendido con tanta prisa que siempre he llegado tarde. El que no disponga como debiera de este mirador privilegiado se debe entre otras cosas al viento que aquí sopla uno de cada dos días, hace desagradable la observación. Veo el cerro no hollado y a sus pies el cementerio, una miríada de losas blancas verticales, salteadas por los no menos verticales cipreses, podados a medida para que ninguno sobresalga, una tendencia muy del lugar. Un poco más allá las extensiones geométricas del polígono, que ahora se reaviva tras la larga crisis y a su alrededor el verde naciente del cereal que brota en este abril poslluvioso y en lontananza, en una meseta algo elevada, los molinos agitados, palos feos, toscos en su perfecta linealidad vertical.

                Debería estar escribiendo sobre Nepal, sobre el valle de Mustang, pero he vuelto vacío, al contrario que en otros viajes. He caminado por un desierto de polvo y hondonadas como un autómata, mirando el paisaje ocre, también las cercanas cimas blancas de los ocho miles, como si no me fuera nada en ello, de hecho nada me iba en ello. Los parajes desiertos, los famélicos lechos que arrastraban parduzcas masas de agua de las montañas hasta el lejano Ganges, los pueblos decrépitos, pobres y friolentos, atascados en la supervivencia y en un budismo estático de hombres de rostros oscuros y mujeres con cuerpos apergaminados envueltos en mil refajos, pasaban ante mis ojos como postales sepias y cuarteadas y no es que no tuviera interés esa tierra primigenia, pero no tengo alma de arqueólogo sino que en mí tiembla la vida y la que veía, en las fotografías colgadas en las estancias o en lo que contaban cuando pude habar con ellos, estaba afuera, al otro lado del Pacífico, en Japón, en Australia, en América, condenados los que se quedaban a vivir en un siglo enterrado. Tampoco yo estaba por aportar nada, porque voy vacío a los viajes esperando, cada vez, que alguien o algo me llene.

No hay comentarios: