domingo, 10 de diciembre de 2017

La librería


          Lo que Penelope Fitgerald propone en su novela es una historia simple, bastante previsible, la aventura de abrir una librería en un pequeño pueblo inglés a finales de los cincuenta, como medio para exponer las diferencias entre poderosos y gente de espíritu libre, entre explotadores y explotados, en sus palabras. La autora huye de los subrayados, va construyendo escenas en que nada parece trascender, justo lo contrario de lo que hace Isabel Coixet en su película. En esta, desde el primer momento está presente la moraleja, la caracterización de los personajes, la explicación de lo que sucede. Mientras que en la novela el lector va construyendo la historia en su lectura a partir de pequeños detalles, el espectador de La librería, tan solo tiene que asentir. Tan enfáticas son las escenas que hasta los actores ingleses se resienten de aquella naturalidad que se les supone. Mientras la lectura es ágil, la visión es morosa para que lo que es evidente penetre en la blanda percepción de aquellos a quienes no se cree capaces de separar lo correcto de lo incorrecto, los buenos sentimientos de los perversos. Pero lo peor, propio de la guionista no de la novela, son las frases redondas, para que el buen espectador salga reconfortado de la sala, del tipo: me habéis derrotado, pero nunca venceréis el coraje que llevo dentro.


               Hace una semana descarté La librería porque temía lo que me iba a encontrar para ver, en la sala de al lado, You Were Never Really Here, de la británica Lynne Ramsay, un thriller que debía ser apasionante. Nada de eso. La trama es confusa, la escenografía oscura y la interpretación de Joaquin Phoenix aparatosa, retorcida, sin que añada nada a la trama. Hoy he querido darle una oportunidad a Isabel Coixet. Las dos eran malas.

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