Lo
que Penelope Fitgerald propone en su novela es una historia simple,
bastante previsible, la aventura de abrir
una librería en un pequeño pueblo inglés a finales de los
cincuenta, como
medio para exponer las diferencias entre poderosos y gente
de
espíritu libre, entre explotadores y explotados, en sus palabras. La
autora huye de los subrayados, va
construyendo escenas en que nada parece trascender, justo
lo contrario de
lo que hace Isabel Coixet en su película. En
esta, desde
el primer momento está presente la moraleja, la caracterización de
los personajes, la explicación de lo que sucede. Mientras que en la
novela el lector va construyendo la historia en su lectura a
partir de pequeños detalles,
el espectador de La
librería,
tan solo tiene que asentir. Tan enfáticas son las escenas que hasta
los actores ingleses se resienten de aquella naturalidad que se les
supone. Mientras la lectura es ágil, la visión es morosa para que
lo que es evidente penetre en la blanda percepción de aquellos a
quienes no se cree capaces de separar lo correcto de lo incorrecto,
los
buenos sentimientos de los perversos. Pero
lo peor, propio de la guionista no de la novela, son las frases
redondas, para que el buen espectador salga reconfortado de la sala,
del tipo: me habéis derrotado, pero nunca venceréis el coraje que
llevo dentro.
Hace
una semana descarté La
librería
porque temía lo
que me iba a encontrar
para ver, en la sala de al lado, You
Were Never Really Here,
de la británica Lynne Ramsay, un thriller que debía ser
apasionante. Nada de eso. La trama es confusa, la escenografía
oscura y la interpretación de
Joaquin Phoenix aparatosa,
retorcida, sin que añada nada a la trama. Hoy
he querido darle una oportunidad a Isabel Coixet. Las dos eran malas.
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