miércoles, 8 de noviembre de 2017

Otoño lucense



   Camino por el otoño lucense solo. La mente vuela apoyada en el paisaje, aunque los pies, casi toda la etapa endurecidos sobre el asfalto, se quejan. Como estoy en la segunda semana, el dolor físico no me impide dejarme llevar por las incitaciones de la naturaleza. Hoy no hay niebla. Lugo me despide coronada de estrellas, mucho más bella en el silencio del amanecer que en el bullicio de ayer. El río refleja las luces de la noche no del todo ida. Durante los muchos kms en que me interno en el mundo rural semivacío, las nubes van apareciendo aunque sin tapar del todo el sol, con una lluvia muy ligera que va por delante de mis pasos. De vez en cuando el sol abriéndose paso ilumina un paisaje y compone un cuadro natural. Los pueblos son minúsculos, apenas se ve un tractor, una mujer arrastrando una carretilla con hierba, unas pocas vacas perezosas, pueblos donde los cementerios han ido creciendo mientras las casas se iban arruinando. Todo es paisaje, incluso yo, con los bastones y la mochila, no debo parecer un elemento extraño en estos lugares que han visto pasar a tanta gente en dirección a Santiago. Cruzo algunas palabras con los lugareños, las justas. Son gente de apariencia seria, aunque responden con amabilidad y, cuando tienen ocasión, se desenvuelven con una generosidad sorprendente, que no sé encuentra en otros lugares. Paro a la entrada de Ferreira en una taberna. Pido una cerveza, la mujer parece muy seria, arisca incluso. Le pregunto si tiene algún pincho. Un momento me dice desde la cocina, luego me trae un plato con una abundante ración de jamón y queso y cuando me lo cobra solo me pide 1,50 euros. Más adelante me topo con las tres mejicanas a las que creía perdidas. Hablamos. Se sorprenden de la libertad del caminar, de la despreocupación, del gusto que da ir solas, como hacen a menudo, sin otra cosa en mente que retener la luz y los colores del otoño.

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