domingo, 10 de septiembre de 2017

El campo de los mirlos

 
El Barcelonés, 10 septiembre de 1886



                Cuando el ímpetu de una fe arrolladora llega a nuestras costas qué puede hacer la razón. Antes que nada ponerse a trabajar sin miedo, desmontar las falacias de toda fe, desvelar las circunstancias personales de sus soldados, los intereses que les mueven, sus flaquezas psicológicas. Pensemos en esa fanática que estos días ha deseado a Inés Arrimadas que sea violada en grupo porque sus opiniones la disgustaban. Aquí la razón ha de desplegarse en dos direcciones, la defensa del espacio público como lugar de libre confrontación de ideas y de condena del asalto irracional del otro que no piensa como tú. Y en segundo lugar la circunstancia personal de la agresora a quien hay que condenar y salvar al mismo tiempo. Debe sufrir una pena pero debemos rescatarla para la vida social. Lo mismo ha de suceder con los colectivos. 

                 Un muro que parece insalvable separa a los independentistas del resto de los españoles. Basta leer los periódicos generalistas y los propios de los nacionalistas. No hay puntos de encuentro, espacios tangentes, un abismo que en otras épocas ha conducido a la guerra les separa. Pensemos en las tres guerras carlistas del siglo XIX. Los carlistas eran un grupo con fuertes convicciones religiosas y políticas, sin coincidencia alguna con los liberales. Fue necesario primero derrotarlos en el campo de batalla para que después se reacomodasen socialmente en el interior del partido conservador o creando el suyo propio. Algo parecido ha sucedido con las FARC en Colombia. En la España actual no va a haber ninguna guerra, quizá los nacionalistas deseen una contundente derrota para justificar su movimiento, una derrota que durante todos estos años han empollado como sustancia constitutiva del imaginario colectivo, que enlace con el gran momento de la constitución de la nación catalana, la derrota del 11 de septiembre de 1714, que lo reproduzca y dé paso a un nuevo comienzo, algo parecido a lo que sucedió con la nación serbia en los noventa, cuando Milosevic apeló a la batalla medieval del Campo de los mirlos, en Kosovo, en 1389, donde de la derrota habría nacido la nación, convertida sin embargo en vasallo del imperio otomano, y que en los 90, tras esa apelación, la llevó a la nueva gran derrota y a la disgregación de la federación yugoslava. Qué hacer, después de la derrota que ansían los nacionalistas, sabiendo que nunca hay una derrota o una victoria total, buscarles un nuevo acomodo que les permita aterrizar en la realidad.

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