lunes, 24 de julio de 2017

2. ¡Más madera!


               Cuando los nacionalistas apelan a sus derechos como nación separada y diferenciada para instituirse como Estado, mediante un referéndum de autodeterminación, quieren fundamentar ese hecho en la legitimidad que les otorgaría el ser una comunidad con características propias, como son una lengua, una historia propia, unos derechos históricos, es decir, se remiten a un pasado convertido en mito, anterior a la constitución del Estado moderno, en una época en que prevalecían las enemistades, los conflictos, las guerras entre comunidades (de lengua, de religión, de territorio, de negocios, de tribu), de tal modo que los conflictos se dilucidaban mediante la guerra continua o larvada, porque el estado natural, entonces, no era la paz, sino la guerra o la tregua, el cese el fuego, el armisticio con acuerdos o tratados más o menos duraderos a la espera de que recomenzase la guerra. Cuando en el siglo XVII surge el Estado moderno como pacto social (Hobbes), tras las sangrientas guerras de religión que se habían iniciado con la protesta de Lutero, con el objetivo de alcanzar una paz duradera (la kantiana paz perpetua), lo hace mediante un acto racional que toma la forma de pacto social expresado en la Constitución, prescindiendo deliberadamente, racionalmente, de las diferencias de naturaleza (lengua, religión, tribu), como si los firmantes del pacto estuvieran desnudos y sin rostro, no predeterminados por su nacimiento o ropaje natural, cada uno de ellos un ser humano igual a los otros firmantes del pacto, de modo que aquello que firmaban pudiese aplicarse en igualdad de condiciones a todos los hombres. Una vez instaurado el Estado de Derecho cada cual podría ser, aceptar o creer lo que quisiese a condición de respetar y cumplir la ley que obligaba a todos. Era el pacto el que permitía que cada cual profesase una religión, se expresase en una lengua particular, afirmase su diferencia, en ningún caso la lengua o la religión, el interés comercial o los lazos tribales eran el origen del Estado de Derecho. El orden civil no tiene su origen en la naturaleza ni en un hecho histórico sino que es una simple idea de razón (Hobbes, Nietzsche).

             Por tanto, no puede haber Estado que se diga moderno y busque su legitimidad en el periodo anterior a los estados modernos que surgieron en el XVII, luego teorizados por la Ilustración, y que se instituyeron para crear las condiciones de paz perpetua, sin volver al estado de naturaleza en que las diferencias étnicas, lingüísticas o religiosas se solventaban con violencia, es decir, en la guerra de todos contra todos (Schmitt) y no mediante las instituciones del Estado liberal (parlamento, sistema judicial, prensa libre) que no tienen ningún fundamento en la naturaleza.

             La Constitución del 78, el actual Estado de Derecho español, no es el resultado de una guerra ni de una posguerra comandada por los vencedores de la guerra civil sino de un acto de voluntad colectiva expresada de una vez, redactada por representantes libremente elegidos y aprobada en el Parlamento. Fue ese acto constitutivo el que creó el pueblo (“El pueblo soberano no preexiste a la ley sino que nace de ella”), es decir, el conjunto de ciudadanos españoles, que la ratificó en referéndum posteriormente (¡cuando ya estaba hecha!), y en ese acto único y formal se estableció el proceso para enmendarla o reformarla, así como la legalidad de los poderes delegados, regionales o autonómicos, y los derechos individuales de cada uno y de todos los ciudadanos. De ese modo no puede considerarse más que como movimiento retrógrado, de vuelta a la naturaleza, el de los independentistas cuando pretenden reconstruir una comunidad perdida, anterior a todo derecho. La nación de la que hablan, “tan fácil de sentir y tan difícil de comprender”, no puede quedar fuera del ámbito de la inteligencia y del derecho. No puede apelarse a un pueblo o nación

anterior y superior a la Constitución que sirve de justificación a todos los totalitarismos, y es la idea con la cual tuvieron que romper precisamente los tratadistas del Estado moderno para alumbrar el concepto de poder público, que no es la expresión de una voluntad preexistente -que no podría ser más que un conjunto de arbitrariedades ingobernables incapaces de fijar una dirección política-, sino lo que convierte a esa sociedad indefinida en un cuerpo político de ciudadanos”. (José Luis Pardo, Estudios del malestar).

          Mientras tanto, a la espera de que suceda algo, un hecho noticiable, un auto de prisión, un muerto en un choque contra la policía, ocupaciones de dependencias públicas que pongan a Cataluña en el mapa, los impulsores van tirando, quemando la poca madera que les queda en pos de un imposible jurídico.

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