miércoles, 3 de mayo de 2017

Ébano

“De ahí que cada vez que regresaba de África no me preguntasen: «¿Qué tal los tanzanos en Tanzania?», sino «¿Qué tal los rusos en Tanzania?» Y que en lugar de por los liberianos en Liberia me preguntasen: «¿Y qué tal los americanos en Liberia?» (De todos modos, mejor esto que el caso del viajero alemán H. Ch. Buch, que me comentó que tras una mortífera expedición a las sociedades más recónditas de Oceanía, siempre había oído la misma pregunta: «¿Y allí qué comías?») Nada provoca más desazón en los africanos que esta manera de tratarlos: como objetos, como instrumentos. Lo perciben como una humillación, una degradación, una bofetada”.

           Una segunda lectura de un libro de éxito después de casi 20 años cambia lógicamente la perspectiva. El libro, como el lector, envejece. Ébano fue un éxito, como en su momento casi todo lo que publicaba Ryszard Kapuscinski, pero lo que ha pasado por sus libros no es sólo el tiempo sino una nueva exigencia a los reporteros. Entonces estaba de moda el nuevo periodismo, o su eco, la ficcionalización de los hechos. Los periodistas más que escritores se creyeron novelistas o cuentistas. Como,hoy, la ficción y el ornamento ha llegado al discurso político hasta el punto de no distinguir entre verdad y ficción, dando carta de naturaleza a la mentira (Desde Trump a Marine Le Pen), nos repugna la novelización de la realidad. Por eso ya no podemos leer Ébano ingenuamente. Hoy la exigencia de veracidad es mayor.


          Ébano es un libro irregular, sin una estructura clara. El autor viaja por África mezclando países y épocas, al buen tuntún, aunque eso no es lo más criticable. Se le podría defender porque está bien escrito, es ameno, nos distrae y nos da una imagen de África que todavía nos atrae: la misma que los viajeros europeos cuando en el siglo XIX venían a España en busca del exotismo que les faltaba en sus países. Eso es lo que nos da Kapuscinski, exotismo. Pero no es lo peor. El libro ofrece dos tipos de relatos. Los buenos son los que se ciñe al reportaje periodístico, serios, objetivos: los capítulos dedicados a Amin, a la tragedia Ruandesa entre hutus y tutsis o a Etiopía. Los malos aparecen cuando el autor se convierte en protagonista de las historias intentando vender aventuras en las que siempre se salva en el último minuto: una cobra que lo despierta en una cabaña, el paso con un land rover por entre una manada de búfalos medio dormidos, el salto casi milagroso entre el continente y Zanzíbar y entre Zanzíbar y el continente, con naufragio incluido, su lucha contra la malaria o el intento de convencernos de que era capaz de mimetizarse con el paisaje urbano viviendo en un piso de un barrio pobre, haciéndonos creer que si le robaban cada día lo que encontraban en su apartamento era porque un modo de decirle que era bienvenido. Historias que no tienen nada que ver con el periodismo, sino con la autobiografía de un yo heroico. Ya no queremos saber, al modo de Chatwin, que les sucedía a los periodistas o viajeros cuando recorrían el mundo, sino que deseamos que desaparezcan de las historias que nos cuentan. Reportajes sin ficción, eso es lo que queremos.

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