domingo, 19 de marzo de 2017

Vila-Matas y Mac y su contratiempo


              Se le podría decir a Vila-Matas, cambiando el segundo verbo de aquel verso de Pablo Neruda, “me gustas cuando citas”. Es más, a día de hoy, es el mejor citador del panorama literario, en su columna semanal en el periódico y en el libro que ahora leo, Mac y su contratiempo, donde coloca esta cita de Pessoa, “No evoluciono, viajo”, que tan bien cuadra con su viaje alrededor de la literatura. Vila-Matas quiere convencernos de dos cosas, que no es una novela en marcha lo que escribe, sino que va saltando de capítulo en capítulo sin que sus personajes engorden o enflaquezcan, y que su concepción de escritor o al menos de su trabajo como tal es ir desapareciendo en el río de la literatura. Si ya está todo escrito, todos los temas enunciados y desarrollados, no queda sino ir a los réditos de lo literario, esa calderilla que va recogiendo de los autores del pasado. Al efecto, reduce su ambición a un breve sintagma susceptible de ser citado, el discreto saber, al que se acoge como filosofía literaria y moral: “prosperar demasiado puede ser un suicidio” y “tal vez lo que más se aprende a medida que se escribe es que se prefiere no hacer”, eco, como no, del Bartleby de Melville.

              Vila-Matas dice que escribe este diario, que es como llama a lo que hace en Mac y su contratiempo, para saber qué escribiría si escribiese (citando a Natalie Sarraute, algo así como la cara b de la moneda de Melville). Queda bien ese propósito para comenzar el libro de ese modo, pero en su mente, cruce de sustancias literarias, ya estaba todo predeterminado, pues el personaje Vila-Matas con el que se ha fundido -que no va de impecable blanco nilo porque ese atuendo ya se lo apropió Tom Wolfe- tan sólo tiene que dejar hablar a la voz alojada en su cerebro, alternativamente la voz de su maestro y la voz del muerto que el autor será. El motivo por el que los capítulos aparecen y se suceden en el libro es el deseo de rehacer, algún día, un libro de cuentos olvidado de un tal Sánchez, Walter y su contratiempo. Con esa excusa, se entrega al juego de las variaciones -la repetición es mi tema, dice-, al resumen y glosa de historias que otros autores escribieron o al comentario de los hechos enfrentados a la ficción, a las mentiras del bestseller y a la supuesta verdad del escritor profundo o a la personalidad compleja de las grandes novelas, únicas y originales, burladas por el protagonista de Sánchez, Walter, un ventrílocuo que ensaya diferentes voces en cada uno de sus relatos, y que el diarista, Mac, querría rehacer o modificar en los suyos, “en contra de la voz única, de la voz propia tan ansiada por los novelistas”.

               No hay novela, pero no otra cosa que continuo ensayo sobre novelar es este libro, ensayo sobre sus formas, sus contradicciones, sobre los personajes y sus diferentes rostros, sobre la muda del relato que se inicia o concluye de forma diversa cada vez, diferente a como su autor lo concibió. De hecho, Vila-Matas no hace otra cosa que contar cosas, relatar historias ya contadas, incluso por él mismo en otros libros, algunas memorables, como el relato jasídico de La camisa o El verano de Picasso de Ray Bradbury, espléndidamente abreviado. El libro le resultará divertido a los fetichistas de lo literario más que a los amantes de la literatura y, por supuesto, les resultará aburrido a los adictos a la novela convencional.

               La literatura de Vila-Matas es un puro juego, salvado por la ironía. Recorremos sus trescientas páginas sin deshacer la ligera sonrisa con que hemos iniciado la lectura hasta un final de breves capítulos en que Mac, o Walter, el narrador, va “arrastrando las maletas del ser” para desaparecer en el anonimato, siguiendo los rastros de los otros que, antes que él, lo intentaron, en la Lisboa de los alias de Pessoa, en la plaza de Xmaa el Fna, de los anónimos narradores orales, en el Adén en que se pierde aquel que primero afirmó Yo es otro, pero sabe Vila-Matas que es imposible (aunque ya veremos) disolverse en el anonimato porque no puede el narrador desprenderse del autor que aparece en la portada del libro, ni de su estilo, ni de su memoria de gran citador. Así que todo es un juego que se resuelve en la sonrisa cómplice del lector que entra en el juego.

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