miércoles, 1 de marzo de 2017

¿En qué creen los que no creen?


             Hay un esfuerzo agónico, como de Sísifo con su piedra, en el cardenal Carlo Maria Martini por anclar el bien en un Absoluto que ya nadie sostiene en alto, un esfuerzo tan empeñoso que parece solitario y patético, como el del último suicida sobre la Tierra. Porque es una suerte de suicida el hombre que pone todo el valor -el Bien, la Verdad- fuera de la Tierra, el hombre que se niega a sí mismo como parte de la especie, que niega a la humanidad su consistencia, el fundamento para orientarse y establecer prioridades y escalas. Pues hoy sabemos, tras ardua lucha, que es el hombre el que ha creado la Tierra y lo que contiene. Partiendo de una fundamental indigencia: hambre, enfermedad, soledad, muerte, atravesamos un sinfín de etapas de supervivencia, entre ellas el homicidio y todas las epifanías del mal ejercidas sobre sus semejantes, el hombre ha logrado establecer valores y juicios y normas, crear las categorías de la justicia y de la ética, la principal, la hermandad de la especie humana. No sé si durante un tiempo fue necesario que los valores de lo justo y lo bueno estuviesen colgados de una instancia superior extramundana que nos obligara, atemorizara, reprendiera, para justificar los comportamientos hasta que el hombre se valiese por sí mismo. Pero el más valioso de los actos éticos es aquel que se realiza por convicción, porque se cree que es bueno o útil o justo o necesario sin necesidad de una instancia superior que lo valide. La mayoría de edad del hombre hace innecesaria la Iglesia y sus doctrinas, la idea de Dios como percha en la que colgar nuestras debilidades.

             No, lo que somos y pensamos y hemos instituido no nos llegó de una sola vez, hemos tenido que aprender por pruebas y errores a dar sentido a las cosas del mundo y nuestro lugar en él. Y no hemos acabado. Vistos desde hoy, todos los hombres son igualmente valiosos, pero fijados en la historia no lo son. Durante la mayor parte del tiempo la vida de un hombre no valía nada. Unas eran más valiosas que otras: así lo hacían saber las armas y la organización social, la idea del nosotros enfrentada a la de ellos, las religiones, las ideologías. Sólo hay que ver lo que valían en el pasado o lo que valen hoy en determinadas sociedades o situaciones las mujeres o los negros, los cristianos, los bárbaros (hoy tienen otro nombre), los viejos o los niños. 

               El Bien, la Verdad, lo Justo no son conceptos estáticos, hemos ido definiendo su contorno, su extensión, los hemos ido depurando, ampliando su radio hasta abarcar a todos los hombres y también a otras especies, pero desgraciadamente no podemos devolver la dignidad a los hombres perdidos del pasado, apenas tenemos fuerzas para tratar por igual a todos los hombres vivos, pero ahora somos conscientes de nuestra fuerza, basada en la libertad y en la autonomía. Y son dialécticos. Hemos llegado a ellos no porque el Absoluto nos los haya impuesto de una vez, aunque lo haya intentado, sino por confrontación, a veces sangrienta. Incluso los 10 mandamientos tienen historia. Cristo mismo tiene data de nacimiento y muerte. Y era humano. Las ideas como los miembros de nuestro cuerpo, el cerebro mismo, son el resultado de una depuración, de un ajuste. Por el camino han ido decayendo o brotando, creando funciones nuevas.


              Incluso valores que nos parecen inalienables, como la vida y la libertad (dignidad) los hemos tenido que conquistar hasta elevarlos a bienes supremos. Es ahí donde cobra fuerza la proposición de Sgalambro en el libro que comento: si el supremo bien es desear que el otro no muera, entonces dónde queda la idea de un Dios que nos creó para morir.

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