Hay
un esfuerzo agónico, como de Sísifo con su piedra, en el cardenal
Carlo Maria Martini por anclar el bien en un Absoluto que ya nadie
sostiene en alto, un esfuerzo tan empeñoso que parece solitario y
patético, como el del último suicida sobre la Tierra. Porque es una
suerte de suicida el hombre que pone todo el valor -el Bien, la
Verdad- fuera de la Tierra, el hombre que se niega a sí mismo como
parte de la especie, que niega a la humanidad su consistencia, el
fundamento para orientarse y establecer prioridades y escalas. Pues
hoy sabemos, tras ardua lucha, que es el hombre el que ha creado la
Tierra y lo que contiene. Partiendo de una fundamental indigencia:
hambre, enfermedad, soledad, muerte, atravesamos un sinfín de etapas
de supervivencia, entre ellas el homicidio y todas las epifanías del
mal ejercidas sobre sus semejantes, el hombre ha logrado establecer
valores y juicios y normas, crear las categorías de la justicia y de
la ética, la principal, la hermandad de la especie humana. No sé si
durante un tiempo fue necesario que los valores de lo justo y lo
bueno estuviesen colgados de una instancia superior extramundana que
nos obligara, atemorizara, reprendiera, para justificar los
comportamientos hasta que el hombre se valiese por sí mismo. Pero el
más valioso de los actos éticos es aquel que se realiza por
convicción, porque se cree que es bueno o útil o justo o necesario
sin necesidad de una instancia superior que lo valide. La mayoría de
edad del hombre hace innecesaria la Iglesia y sus doctrinas, la idea
de Dios como percha en la que colgar nuestras debilidades.
No,
lo que somos y pensamos y hemos instituido no nos llegó de una sola
vez, hemos tenido que aprender por pruebas y errores a dar sentido a
las cosas del mundo y nuestro lugar en él. Y no hemos acabado.
Vistos desde hoy, todos los hombres son igualmente valiosos, pero
fijados en la historia no lo son. Durante la mayor parte del tiempo
la vida de un hombre no valía nada. Unas eran más valiosas que
otras: así lo hacían saber las armas y la organización social, la
idea del nosotros enfrentada a la de ellos, las
religiones, las ideologías. Sólo
hay que ver lo que valían en el pasado o lo que valen hoy en
determinadas sociedades o situaciones las mujeres o los negros, los
cristianos, los bárbaros (hoy tienen otro nombre), los viejos o los niños.
El Bien, la
Verdad, lo Justo no son conceptos estáticos, hemos ido definiendo su
contorno, su extensión, los hemos ido depurando, ampliando su radio
hasta abarcar a todos los hombres y también a otras especies, pero
desgraciadamente no podemos devolver la dignidad a los hombres
perdidos del pasado, apenas tenemos fuerzas para tratar por igual a
todos los hombres vivos, pero ahora somos conscientes de nuestra
fuerza, basada en la libertad y en la autonomía. Y son dialécticos.
Hemos llegado a ellos no porque el Absoluto nos los haya impuesto de
una vez, aunque lo haya intentado, sino por confrontación, a veces
sangrienta. Incluso los 10 mandamientos tienen historia. Cristo mismo
tiene data de nacimiento y muerte. Y era humano. Las ideas como los
miembros de nuestro cuerpo, el cerebro mismo, son el resultado de una
depuración, de un ajuste. Por el camino han ido decayendo o
brotando, creando funciones nuevas.
Incluso
valores que nos parecen inalienables, como la vida y la libertad
(dignidad) los hemos tenido que conquistar hasta elevarlos a bienes
supremos. Es ahí donde cobra fuerza la proposición de Sgalambro en
el libro que comento: si el supremo bien es desear que el otro no
muera, entonces dónde queda la idea de un Dios que nos creó para
morir.
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