domingo, 8 de enero de 2017

Westworld




            La portada de la serie es espectacular, una impresora en 3D creando figuras de apariencia humana, luego esas figuras desplazándose a ritmo de ballet, bajo una música rítmica que surge de las teclas de un piano percutidas por los dedos blancos y brillantes de un esqueleto de forma humana. Los personajes diseñados para el gran escenario donde sucede la acción, un parque de western donde los visitantes humanos que llegan para divertirse se mezclan con humanoides preparados para satisfacer sus deseos, siguen moviéndose como en una ópera o como en un ballet donde, desde el principio, se sabe que aquello es un juego, una simulación, pero perfectamente verosímil. Quizá haya demasiados personajes y demasiadas historias intercaladas, quizá sea todo demasiado barroco, demasiado complejo para hacerlo confluir en un único hilo al final del último episodio, pero la atención, al menos la mía, no decrece y asiste maravillada al despliegue de la imaginación. 

            La producción es brillante, el guión bien trabado, los actores, en general creíbles, salvo algún caso, pero lo más interesante, aquello por lo que merece la pena seguir esta serie, es la idea –sobre la que el cine y la literatura  han trabajado muchas veces- de la relación entre el creador y sus criaturas, estos nuevos nexus, robots humanos programados para ser el centro del parque, que entran en crisis cuando su creador les programa para que alcancen conciencia. Está claro que la serie ha sido producida para el espectáculo televisivo, pero quedan en el aire preguntas sobre la inteligencia artificial y la robotización creciente, sobre la respuesta humana a ese desafío, sobre la futura y cercana convivencia entre la frágil conciencia natural y el artificio inteligente que estamos creando. Más allá de los paisajes naturales y futuristas, de la ingeniería, de la interacción entre humanos y robots, la serie nos propone un futuro verosímil, seductor y atemorizante, al que a muchos no nos importaría llegar.

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