Pálpate,
toca tus rodillas, pasa las yemas de los dedos por la espalda, esa zona que no
alcanzas a ver, luego por el perineo, por los agujeros inadvertidos de tu
cuerpo, por las nalgas y las corvas. Mírate, detente un tiempo delante del
espejo, ¿te reconoces?, las cejas mal cuidadas, el entrecejo peludo, las bolsas
debajo de los ojos, el ralo pelo, el retranqueo de las mejillas, mira tu mirada.
Ahora sal a la calle y mira tu casa a través de las ventanas abiertas, la
terraza y los trastos viejos, el salón desangelado, las habitaciones vacías.
Podrías mirar las casas de los vecinos, pero eso ya lo has hecho muchas veces.
Es fácil mirar a los vecinos, escucharlos a través de las paredes, observarlos
cuando caminan, cuando discuten, cuando follan, cuando se pelean. Aléjate de tu
barrio. Sube al castillo y mira la casa donde vives, hasta donde tu vista
alcance, los balcones, los tejados, la humedad que viene del mar, el humo de
los tejados que se dispersa. Alcanzas a ver la gran ciudad de lejos: casas,
bloques, ladrillo, la humanidad apiñada debajo y sus pasiones inútiles. Eso
piensas mientas contemplas: los muertos todavía insepultos, los recién nacidos;
la viva pasión hasta ayer mismo, la que todavía no se ha forjado. Toma el tren
y ve más lejos. Atraviesa el río, esa cartelería que te dice que sales de una
comunidad y entras en otra. Entra en el primer bar, tras la invisible frontera, pregunta y escucha. Haz el
esfuerzo de mantener conversación, capta el deje, la protesta, no es necesario
que hagas saber de dónde vienes. Quizá mejor, hazte el sueco, eres un hombre de
paso, estás inscrito en algún padrón pero no sabes por qué. Pasa a una
comunidad y luego a otra, con el oído siempre atento, quizá acabe por saltar la
superioridad que llevas pegada al cuerpo, quizá aprendas que hay otros, a
quienes despreciabas, que saben más que tú de muchas cosas. Contempla el
paisaje, quizá no tan diferente, al fin no cambia tanto el clima, ni el régimen
de lluvias, quizá el terreno se hace más plano y aparezcan algunas arboledas.
Y, en cuanto puedas, coge un avión y lárgate a otro país, a otro continente.
Quizá vayas a un país donde hablan tu idioma, pero la forma de decirlo lo hace
diferente, la pronunciación, la cadencia, los nombres comunes para señalar las
cosas. O quizá acabes en un país con otro idioma y otra forma de vestir y de
comer. Observa el trajín, el precio de las cosas, las caricias y los besos. No
hables con tu pareja, con tus amigos sobre lo que estás viendo porque te
traicionas: no son las diferencias lo que te llama la atención, sino las
semejanzas. "He ahí otro ser humano como yo". Eres tú mismo hablando con otro acento, tú mismo arrastrando una
carretilla, tú mismo en chándal azul frío. Ahora deberías propulsarte más
lejos, más allá del espacio, donde pudieses contemplar el planeta azul. No lo
puedes hacer, al menos de momento, pero otros ya lo han hecho por ti, los
astronautas que ven “esa pequeña bola azul flotando en medio de una abismal
negrura”.
martes, 10 de enero de 2017
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