lunes, 1 de agosto de 2016

La ilusión de que me quieran


                                                                                                              a N.

            Albergamos la ilusión de que nos quieran, no que nos admiren. Sentirse halagado es una derrota. En el halago hay una pizca de envidia, por tanto sabemos que no es sentimiento noble. Además somos halagados por lo que decimos o escribimos, o por lo que hemos hecho o por lo que dicen de nosotros o, en el peor de todos los halagos, por lo que representamos, todo cosas externas, extensiones de nuestra personalidad. (Aunque creo que hay algo aún peor: convertir la admiración en enamoramiento, y si se tiene la oportunidad casarse con el admirado. Que vida podrida la de los dos. Como decir, qué grande es Shakespeare, qué inmenso el Quijote, eliminando con ello lo único admisible en la relación del lector con el autor o su obra, la fruición). Nada de eso merece elogio, o es fruto de un don que otros no tienen o no están en disposición de cultivar o del impulso por construir algo benéfico que ponemos a disposición de los demás, algo que brindamos sin pensar en el beneficio. El halago rebaja a quien lo hace y hace pavonearse a quien lo recibe, por tanto asalta la dignidad de ambos. El halago es como una mosca que nos ronda, mientras estamos vivos la apartamos a manotazos, cuando decaemos estamos prestos para los honores. 

           A lo que uno aspira es a que le quieran, a que le quieran incondicionalmente, sin motivos, sin consecuencias. Pero ese amor solo lo brinda la madre. En la madre es una disposición natural, un instinto quizá. La madre es feliz y sufre por esa incondicionalidad, pero el hijo no da mucha importancia a esa querencia porque siempre ha estado ahí como el agua, el sol o el oxígeno que nunca nos falta. Queremos sobre todo el amor de una mujer (o de un hombre; la amistad es otra forma del querer, siempre que el trato sea de igual a igual) y durante un tiempo parece que lo conseguimos, pero es una ilusión momentánea. No dura. Lo intentamos sin tregua hasta que el tiempo se nos echa encima y nos agota. Entonces nos retorcemos en el castillo interior, quejosos ante el ingrato mundo que no nos reconoce, el segundo destino del hombre, anterior a la muerte, la soledad.

            Recibir halagos por lo que haces y no ser querido por lo que eres es una maldición, una condena. Quien te halaga ve en ti un aura, una nube que no tarda en disiparse y cuando lo hace deja a la vista un alfeñique al que se mira en picado. Ser querido es verse situado en el mundo, a la misma altura que un árbol o un león. Sólo así se alcanza el presente continuo, que es el modo del vivir.

            Aunque como digo, ser querido es una ilusión que se forja en el sueño humano de liberarse de la determinación natural. Deseamos con firmeza ser algo más que naturaleza y algo más que actos y dichos, seres individuales y únicos capaces de escapar a nuestro destino. Tenemos dignidad si la vemos reflejada en los ojos del otro. Del otro que nos ama. El amor que deseamos nos confirma que poseemos un valor infinito.

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