viernes, 22 de julio de 2016

El cuerpo toma el mando


            El efecto, cuando no hay una máxima exigencia de concentración para saber dónde poner un pie tras otro, si caminas solo o si no hay conversación con quien te acompaña, es el de sucesión de imágenes inconexas, a menudo informes, de nombres e ideas sin entidad, antes de que la mente se quede en blanco y solo perciba las cosas inmediatas que ocurren en la naturaleza, que asalta los sentidos sin orden: la luz, el sonido, la temperatura, el sudor, las huellas, el declive, la rugosidad del terreno, la vegetación o su falta, las formas que el cerebro trabaja sin necesidad de que afloren a la conciencia, de modo que la marcha se convierte en el medio y el fin.

            No hay belleza ni asombro ante el paisaje sino solo contraste entre lo gris y lo blanco, entre el limpio azul y la negrura que toma cuerpo, si la conciencia no despierta al comentario que lo afirma y constata. En lo alto de la montaña como en el llano es propicia la bobería, lista para la exclamación y el encantamiento. La mejor conversación es la que deja hablar al cansancio de los cuerpos, la sed, el hambre, los surcos de sudor, la muda protesta del esfuerzo, el silencio cómplice, la mirada puesta en la próxima cima o en la bajada larga, en su dureza y longitud.

            La mente calla, pero el cerebro sigue febril cuando el cuerpo toma el mando. Todo queda en suspenso, las cosas dejadas en el llano, los problemas de la ciudad, esos nubarrones que golpean como el rayo nada más enfilar la carretera de vuelta a casa. Uno imagina la mejor compañera en el acompañante silencioso que asciende y baja con la misma muda inconsciencia. Caminar, subir, tropezar, apartar las ramas y las piedras, pisar: el tacto de los pies distinguiendo lo suave y lo agudo, lo duro y lo quebrado, la tierra aplastada y el hueco oculto, lo rugoso y lo resbaladizo, lo fijo y lo deslizante, más útil que los ojos o el oído.

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