Cicerón, el gran defensor de la República y de las
tradiciones romanas, senador, azote de conspiradores (Catilina) y corruptos
(Verron), gran orador, moralista y escritor, era en su tiempo el ejemplo de
intelectual romano capaz de mover el ánimo de sus compatriotas para defender a
la patria. Sin embargo, llegado el momento decisivo, tras la muerte de Julio
César, pudo ponerse a la cabeza del senado y restaurar la República e impedir
con ello la sucesión de guerras civiles que vino a continuación, pero sus dudas
de intelectual se lo impidieron. Ha quedado en la historia, por tanto, como
ejemplo contrario, el del hombre hábil en la especulación y el discurso pero
incapaz de inclinarse a la acción. Esas dudas, incluso, le convirtieron en
objeto de enemistad de parte del triunvirato que formaron Octavio, Lépido y
Antonio, que siguió al asesinato de César, que acordó que Cicerón se diese
muerte.
Con este relato abre Stefan Zweig el libro que más fama le
ha dado, Momentos estelares de la humanidad. Zweig se fija en momentos
decisivos que cambiaron la historia, una puerta mal cerrada en la muralla que
propició la caída de Bizancio, la desobediencia de Núñez de Balboa ansioso de ser
el primer europeo en otear el océano Pacífico, la apoplejía de Haendel que le hizo
superar la rutina en que había caído para componer su obra más grande, El
Mesías, la obediencia perruna del general Grouchy que hundió a Napoleón en
Waterloo, la pasión juvenil de un Goethe anciano que no renuncia al amor, la
fiebre del oro en California que destrozó la fortuna trabajosamente afanada del
general John Sutter, el testarudo empeño de sobreponerse a los sucesivos fracasos
de Cyrus W. Field qué tiró el primer cable entre Europa y América, la aventura
fallida del capitán Scott por ser el primero en llegar al Polo Sur, y así hasta
catorce relatos sobre personajes que actuaron por encima de sus fuerzas hasta
cambiar el curso del mundo, o al menos lo intentaron.
Visto con perspectiva, es difícil
creer que el discurrir de una jornada, el carácter de un hombre, un simple
hecho más o menos fortuito pueda cambiar el mundo sin la concurrencia de otros
factores. Como información histórica lo que Zweig nos ofrece no va más allá de
la anécdota, como literatura es bastante convencional, no demasiado
estimulante. Para saber de la valía de un libro viene bien la comparación.
Pienso en Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges. Con
dos o tres escenas de la vida de un hombre que realmente existió, siempre
personajes secundarios, al contrario que en Zweig donde siempre son famosos,
Borges traza una vida y la convierte en símbolo de una época, de una actitud,
de un modo de enfrentarse al mundo: el ladrón de negros y asesino Lazarus
Morell, el impostor Arthur Orton que se hace pasar por quien no es, la
increíble aventura de la viuda Ching convertida en pirata a la muerte de su
esposo, las iniquidades de Monk Eastman un gangster de Nueva York, el asesino
Billy Harrigan, conocido como Billy el Niño, “que al morir a los veintiún
años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes -"sin contar
mejicanos", la cruel venganza contra el maestro de ceremonias Kotsuke
no Suke, el tintorero devenido en profeta Hakim de Merv que se velaba la cara para atraer conversos y El hombre de la esquina
rosada -"Para morir no se precisa más que estar vivo". Borges es escueto pero detallista, con un giro de humor escondido en
cada párrafo hace de una horrorosa muerte una sonrisa en el lector. Borges
no pretende que sus personajes hayan
marcado “un rumbo durante décadas y siglos”, simplemente hace brotar destellos significativos en la parte oscura del mundo. Zweig caricaturiza la
historia hasta desvanecerla en anécdota, en Borges la anécdota se eleva hasta
ser signo de la historia universal.
Así describe Borges el momento en que Arthur Orton es
reconocido como el hijo que desea encontrar Lady Tichborne:
Ese reconocimiento dichoso —que parece cumplir una tradición de las tragedias clásicas— debió coronar esta historia, dejando tres felicidades aseguradas o a lo menos probables: la de la madre verdadera, la del hijo apócrifo y tolerante, la del conspirador recompensado por la apoteosis providencial de su industria. El Destino (tal es el nombre que aplicamos a la infinita operación incesante de millares de causas entreveradas) no lo resolvió así. Lady Tichborne murió en 1870 y los parientes entablaron querella contra Arthur Orton por usurpación de estado civil. Desprovistos de lágrimas y de soledad, pero no de codicia, jamás creyeron en el obeso y casi analfabeto hijo pródigo que resurgió tan intempestivamente de Australia. Orton contaba con el apoyo de los innumerables acreedores que habían determinado que él era Tichborne, para que pudiera pagarles.
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