lunes, 2 de mayo de 2016

Saber despedirse


He oscurecido el sol del mediodía, convocado
vientos sediciosos y alzado guerras clamorosas
entre el verde océano y la bóveda de azur;
he dado fuego al estruendo atroz del trueno
y partido el robusto roble de júpiter
con su propio rayo; he hecho estremecerse
peñascos de firmes bases y arrancado de raíz
cedros y pinos; a mis órdenes las tumbas
han despertado a sus durmientes y por la potencia
de mi arte se han abierto para liberarlos.
Pero aquí y ahora abjuro de esta magia tosca
(Próspero, La tempestad, Shakespeare) 

            El instinto de poder es un componente necesario de la política, sin él muy pocos se dedicarían al servicio público, aparte de los que ven en ello la ocasión de hacerse ricos. Nos escandalizamos con razón de los podridos, de los que disimulan su avaricia, la pasión por enriquecerse fácilmente, pero no tanto de los que siguen el mismo camino para satisfacer su pasión, no menos maligna, por el poder. Ni a unos ni a otros les interesa especialmente gestionar, resolver, mejorar los problemas de la colectividad si de ello no obtienen réditos. Por eso sorprende la inquina contra los corruptos pero no un parecido desprecio por los que quieren el poder a toda costa. Estos meses hemos asistido al baile por el poder, con distintas estrategias para conseguirlo y distintas artes de seducción para engatusar a los electores. Con un poco de atención se ve quién ha elaborado más razonablemente un programa de actuaciones, un conjunto de proyectos de mejora que al mismo tiempo que le sirven para auparse al poder sirven al bien común y quien sólo ofrece humo, humo de vistosa apariencia, colores y sonidos que encandilan a una parte de la concurrencia pero sin nada que ofrecer. Seguramente si los actores de la política se moviesen en un escenario de tres paredes conducidos con cierto orden por un director de escena el público podría juzgar adecuadamente su valía, su fraseo, sus gestos, su vestimenta y deslindar las palabras juiciosas de las necias. Pero quien les mueve en el espacio sin paredes del plató televisivo son expertos en marketing y comunicación que los envuelven como productos en brillantes celofanes y apariencias que enmascaran sus reales apetencias.

            Próspero, el protagonista de La tempestad, una de las últimas obras de Shakespeare, es uno de sus personajes más interesantes. Duque de Milán, es despojado del poder por su hermano, el usurpador Antonio. Arrojado al mar junto a su hija Miranda, Próspero sobrevive en una isla en la que aprende magia. Con sus nuevas artes consigue atraer a la isla a sus enemigos, pero justo entonces, recuperado su ducado, en lo más alto del poder, cuando se espera que comience su venganza, Próspero decide no hacer nada. La tempestad es una obra que trata no ya sobre la posesión del poder absoluto, sino sobre la renuncia al mismo (Stephen Greenblatt en El espejo de un hombre). Próspero renuncia a lo que le ha hecho poderoso, los libros, la magia, el poder y se desentiende de sus enemigos, se olvida de someterlos a su voluntad, de manipularlos a ellos y al mundo sobre el que domina. Vemos la crudeza de los políticos en su ascenso, los insultos, el desprecio, las amenazas, el juego sucio. Algunos cuando están arriba disimulan su contento y enmascaran el poder, otros, por el contrario se rodean de boato y de una corte de aduladores, pero a todos les cuesta soltarlo, volver a ser hombres comunes y como tales aprender a despedirse del mundo como hace Próspero: Uno de cada tres pensamientos lo dedicaré a la tumba.


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