Si alguien
espera informarse a través de la televisión es que se encuentra a gusto en el
mundo infantil y no piensa abandonarlo. Los telediarios, con sus noticias en
formato titular de 15 segundos y sus reportajes coloreados, que presentan un
mundo dividido en héroes de la calle y malvados de una pieza a los que el resto
de la población veía como entrañables vecinos, no ofrecen información sino
emociones, es decir propaganda ("¿Propaganda o educación? Propaganda, sin lugar a dudas"). Nos enganchamos a ellos, a la hora de comer o de cenar
para irnos confortados a echar el polvo de la siesta o al merecido descanso: “Somos
mejores que toda esa patulea de políticos corruptos, empresarios tramposos y
periodistas venales e iguales a esos héroes que salen del anonimato para salvar
de la torrentera a una niña abandonada”. No necesitamos más, el mundo es
meridianamente claro, héroes y villanos.
¿Cómo
esperar entonces que, en el sagrado momento del hombre a solas en la cabina de
votación, a la hora de depositar el peso en oro de nuestra papeleta, sepamos
discernir como un filósofo? Es dar por supuesto que nuestra mente está blindada
y nos pertenece. Así que de qué serviría preguntarle al hombre consumidor de
telediarios si la división de poderes tiene alguna importancia o si la
persecución de la corrupción ha de ser perseguida por el vicepresidente del
gobierno o por los fiscales y jueces. Y un poquito de coherencia, por favor.
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