viernes, 12 de febrero de 2016

El camino de los difuntos, de François Sureau

         
            Javier Ibarrategui era un vasco de Zestoa con estudios superiores en letras que le llevaron a ocuparse en la enseñanza. Antifranquista en los últimos años de la dictadura, se enroló en la primera ETA. En 1968 participó en el comando que asesinó al comisario Melitón Manzanas. Al año siguiente solicitó el estatuto de refugiado en Francia y allí vivió humildemente durante una década. En 1973, cuando Carrero Blanco, siendo jefe de gobierno, murió en el famoso atentado que le hizo volar sobre los tejados, Ibarrategui distribuyó un texto en forma de octavillas desaprobándolo, lo que le concitó la enemistad de sus excompañeros.

            A comienzos de los ochenta, François Sureau, como ponente de la Comisión de Apelaciones del Consejo de Estado para Refugiados y Apátridas, con sede en París, tuvo que resolver sobre un puñado de expedientes relacionados con militantes vascos, entre ellos el de Ibarrategui. El gobierno francés de Giscard d’Estaing había decidido que España era un país democrático y que por tanto ya no se podía conceder el estatuto de refugiados a los españoles que lo solicitaran. Bajo esa orientación, François Sureau redactó su ponencia desaconsejando al tribunal del que formaba parte el estatuto para Ibarrategui. Este, en audiencia, alegó en su defensa que en España la policía paralela seguía activa y que integraba grupos antiterroristas como el GAL, y por ello temía por su vida, pero que si ese era su destino no haría responsables a los miembros del tribunal de apelación que veían su causa.

            El título del libro, El camino de los difuntos, re refiere al supuesto camino que en el País Vasco lleva de la casa familiar al cementerio. Es el recorrido que el juez hace algunos años después para visitar la tumba de Javier Ibarrategui. Ibarrategui había sido asesinado en la Plaza de San Nicolás, en Pamplona, supuestamente por uno de esos grupos antiterroristas, el GAL, infiltrado por el ministerio del interior.

            ¿Cuál es la función de un juez, establecer la verdad de los hechos o escoger la menos inverosímil de las versiones en juego? ¿Obtener la verdad o tan solo delimitar la responsabilidad de los encausados? ¿Dictar justicia por encima de las consecuencias que se deriven o atender a las circunstancias que explican los sucesos? Por debajo de conceptos y principios mayores está la práctica de la justicia, un oficio que puede llegar a ser tan rutinario como cualquier otro. “Cuando un juez adopta una resolución, lo que ocurre muy a menudo es que la decisión inversa le parece imposible de redactar, y nada más”. Quizá la indiferencia sea el peor de los males que acechan a un juez, viene a decir François Sureau: “La indiferencia, y no el mal, (era) quien había truncado los destinos cuyas últimas líneas terminaban en nuestra corte”.

            François Sureau lo cuenta y reflexiona en un breve librito de 48 páginas, una nouvelle, donde relata el recuerdo y el sentimiento de culpa de cuando le toco resolver aquel caso. 

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