Javier
Ibarrategui era un vasco de Zestoa con estudios superiores en letras que le
llevaron a ocuparse en la enseñanza. Antifranquista en los últimos años de la
dictadura, se enroló en la primera ETA. En 1968 participó en el comando que
asesinó al comisario Melitón Manzanas. Al año siguiente solicitó el estatuto de
refugiado en Francia y allí vivió humildemente durante una década. En 1973,
cuando Carrero Blanco, siendo jefe de gobierno, murió en el famoso atentado que
le hizo volar sobre los tejados, Ibarrategui distribuyó un texto en forma de
octavillas desaprobándolo, lo que le concitó la enemistad de sus excompañeros.
A comienzos
de los ochenta, François Sureau, como ponente de la Comisión de Apelaciones del
Consejo de Estado para Refugiados y Apátridas, con sede en París, tuvo que
resolver sobre un puñado de expedientes relacionados con militantes vascos,
entre ellos el de Ibarrategui. El gobierno francés de Giscard d’Estaing había
decidido que España era un país democrático y que por tanto ya no se podía
conceder el estatuto de refugiados a los españoles que lo solicitaran. Bajo esa
orientación, François Sureau redactó su ponencia desaconsejando al tribunal del
que formaba parte el estatuto para Ibarrategui. Este, en audiencia, alegó en su
defensa que en España la policía paralela seguía activa y que integraba grupos
antiterroristas como el GAL, y por ello temía por su vida, pero que si ese era
su destino no haría responsables a los miembros del tribunal de apelación que
veían su causa.
El título
del libro, El camino de los difuntos, re refiere al supuesto camino que
en el País Vasco lleva de la casa familiar al cementerio. Es el recorrido que
el juez hace algunos años después para visitar la tumba de Javier Ibarrategui. Ibarrategui
había sido asesinado en la Plaza de San Nicolás, en Pamplona, supuestamente por
uno de esos grupos antiterroristas, el GAL, infiltrado por el ministerio del interior.
¿Cuál es la
función de un juez, establecer la verdad de los hechos o escoger la menos
inverosímil de las versiones en juego? ¿Obtener la verdad o tan solo delimitar
la responsabilidad de los encausados? ¿Dictar justicia por encima de las
consecuencias que se deriven o atender a las circunstancias que explican los
sucesos? Por debajo de conceptos y principios mayores está la práctica de la
justicia, un oficio que puede llegar a ser tan rutinario como cualquier otro. “Cuando
un juez adopta una resolución, lo que ocurre muy a menudo es que la decisión
inversa le parece imposible de redactar, y nada más”. Quizá la indiferencia sea
el peor de los males que acechan a un juez, viene a decir François Sureau: “La
indiferencia, y no el mal, (era) quien había truncado los destinos cuyas
últimas líneas terminaban en nuestra corte”.
François
Sureau lo cuenta y reflexiona en un breve librito de 48 páginas, una nouvelle,
donde relata el recuerdo y el sentimiento de culpa de cuando le toco resolver aquel
caso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario