
Bryan
Ward-Perkins, apoyado en documentación arqueológica, cerámica, pintura,
graffiti en las paredes de los burdeles de Pompeya y sobre todo abundantes muestras de restos cerámicos, somete a juicio dicho
periodo y, frente a una corriente importante de historiadores que prefieren
defender acuerdos entre romanos y pueblos bárbaros y la asimilación cultural de
estos, extendiendo la antigüedad clásica hasta el siglo VIII, habla, por el
contrario, de invasiones violentas y del desmoronamiento de una sofisticada
civilización -otra palabra puesta en cuestión por los actuales estudios
culturales-, como queda claro desde el título del libro. Si se presta atención
a los restos arqueológicos de dicho periodo, ¿podemos sostener que la
desintegración del imperio romano no tuvo consecuencias decisivas para el modo
de vida de la gente? Ward-Perkins piensa que sí, que las condiciones de vida se
derrumbaron hasta niveles prehistóricos. La población posromana se redujo hasta
la mitad, quizá hasta un cuarto de la que había sido. La producción y distribución
de alimentos, la dimensión de los edificios, la alfabetización sufrieron una
caída dramática. “Para mí, lo más llamativo de la economía romana es
precisamente que, lejos de limitarse a ser un fenómeno elitista, hiciese
asequibles a todos los estratos sociales productos básicos de calidad”.
La primera
evidencia de la catástrofe que Ward-Perkins aporta es el testimonio de los
contemporáneos. Orosio, San Agustín, San Jerónimo. Para este, el traductor de
la Vulgata, con la toma y caída de Roma –el saqueo por los godos de Alarico en
410- caía el orbe entero: «in una urbe totus Orbis interiit». La más
brillante luz del orbe entero se ha extinguido, escribió San Jerónimo. Pero han
sido las excavaciones arqueológicas las que han desvelado el mundo sofisticado
que desapareció: “un mundo en el que era posible que un labriego del norte de
Italia consumiese alimentos de la zona de Nápoles, almacenase líquidos en un
ánfora del norte de África o durmiese bajo un techo de teja. Casi todos los
arqueólogos, y la mayoría de los historiadores, convienen hoy en que la
economía romana se caracterizaba no solo por un tráfico impresionante de
productos de lujo, sino también por un mercado importantísimo de productos
funcionales de alta calidad y precios asequibles”. El comercio de ánforas en el
Mediterráneo era tan activo que algunos historiadores se preguntan si volvió a
igualarse antes del siglo XIX. Otro indicio de declive fue la desaparición del
sistema monetario de la vida cotidiana. La economía no sufrió una recesión o
una crisis, sino, por el contrario, “un importante cambio cualitativo que
supone la desaparición de industrias y redes comerciales enteras”. Ward-Perkins
toma el ejemplo de lo que ocurrió en Britania a principios del V: desaparecen las técnicas
básicas como construir con mortero y piedra o ladrillo o de techar con teja, la
moneda, el arte de la cerámica de torno, se deja de importar vino o cerámica de
calidad de la Galia. “Al principio puede resultar inverosímil, pero lo cierto
es que la Britania post-romana naufragó en unos niveles de complejidad
económica muy por debajo de los de la Edad del Hierro prerromana”.
Probablemente
los invasores no querían destruir sino participar del alto nivel de vida de los
romanos. De hechos los ostrogodos, por ejemplo, acuñaron monedas, se rodearon
de consejeros romanos y vivieron en palacios de mármol, pero el estrago que
provocaron desintegró del estado romano y “fueron la causa principal de la
muerte de la economía romana. Los invasores, sin ser culpables de asesinato, sí
cometieron homicidio”.
Pero Ward-Perkins
va más allá en su lamento, la tendencia actual de erradicar del pasado
cualquier idea de crisis o decadencia y de edulcorar la historia constituye,
según él, un peligro para el momento actual: “El final del Occidente romano
presenció un horror y un desbarajuste tales que, sinceramente, espero nunca
tener que vivir algo semejante; destruyó, además, una compleja civilización,
arrojando a los habitantes de Occidente a niveles de vida prehistóricos. Los
romanos de antes de la caída estaban igual de seguros que nosotros de que su
mundo permanecería para siempre esencialmente inalterado. Se equivocaban.
Haríamos bien no repitiendo su autocomplacencia”.
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